El animal reconoció a la sombra que había olvidado la cuenta de los días, dormida desde el instante en que ganó la presa en esa casa y luego se enredó entre sus muros como una glicina enamorada.
Ahora había despertado y confundida trataba de recordar, ¿desde cuándo? Y los hijos de los hijos en el monte la escuchan y también los pájaros y todas las aves. El jardín se vacía de voces. Entre los hombres, solo los ancianos son los que comprenden y sus ojos se llenan de lágrimas.
Ajenos a todo esto, en la casa ya se mueven los nuevos propietarios. Abren sus valijas, sus baúles y trasladan a los roperos, y a las cómodas, vestidos, perfumes. Y una porcelana se aleja para que nuevos objetos ocupen su lugar.
Después del almuerzo, para vencer el sopor, los hombres salen a caminar y a descargar sus vicios, y las mujeres se sientan al reparo de la terraza.
Abajo, la sombra.
En el monte las patas del animal comienzan a recorrer el camino como tantas otras veces, el lomo tenso, la piel brillante.
Dentro de la casa, pequeñas pisadas trazan su propio destino.
Abajo, la muerte.
En el sendero las orejas del felino se afilan como dagas.
En la casa la puerta se abre lentamente y un niño baja los escalones. Los dedos del pie, menudos, se hunden la gramilla. Se llena las manos al arrancar el pasto, lo tira sobre su cabeza y despacio avanza, recogiendo y tirando, recogiendo y riendo, hasta desaparecer detrás del ombú.
Desde abajo la muerte se despliega y crece hasta tocar el tejado. Está tan segura ahora. Con regodeo mira sus manos. Las ve como estuvieron hace tanto tiempo: satisfechas. Extiende su manto y sin un ruido se desliza por un costado de la casa hasta el pie del árbol.
También el animal se acerca, se aferra al olor de la leche fresca con canela y cuando cruza por detrás del ombú, la cola tensa se ha puesto negra, y como ébano son los pelos del lomo y los ojos dos esferas de acero.
El ombú se sacude con impotencia y entonces se escucha el grito. Y en el silencio agobiante de la tarde, el grito espanta a las mujeres, a los viejos en las chozas, a los niños en su siesta; y los hombres sueltan la azada y otros dejan caer sus cigarros.
Todos corren hasta la casa para ver cómo por entre los manteles de coco y las teteras blancas, se desliza la bestia que sujeta entre dientes al muñeco de carne.
La ven cómo se detiene a metros de la casa, casi a los pies de las mujeres que a falta de voz imploran con la mirada. De pronto, el animal suelta el niño y lo afirma en el piso entre sus cuatro patas, y antes de que los otros se acerquen abre la boca.
El rugido los atraviesa y los empuja hacia atrás. El rugido se eleva por encima de los árboles, hasta el monte y aún más allá. Es el grito del rey que defiende su territorio. Es él quien marca las horas y este poder es lo que más atemoriza a los hombres que lo contemplan.
Después, con un salto y sin dar tiempo a nada, desaparece.
El campo de pronto es un estanque vacío que se quiebra con el llanto del niño tendido en el suelo sin un rasguño.
Detrás del ombú quedó la sombra, que observa sus manos vacías.
Solo los viejos la ven retroceder para volver a hundirse entre los cimientos del caserón y siguen el sendero de savia negra que va dejando sobre la hierba, una marca tan leve como la baba de diablo.
[1] María Claudia Otsubo, De esto se trata, Ed. Tantalia&Crawl, Buenos Aires, 2001.