Sin embargo, al mismo tiempo que una parte de mí me incitaba a regresar y fundirme en esa voz, otra parte se planteaba todos los temores posibles, y aunque no había dejado de recorrer el sendero de eucaliptos, trataba de no mirar a través de las ramas. Mis paseos dejaron de ser plenos porque me enfrentaban a la duda e incertidumbre.
Todo hubiera seguido igual a no ser por el grito una mañana. Fue como una señal que detuvo mis pasos e hizo que me animara a girar la cabeza hacia los ventanales. Y en ese momento supe que el edificio nunca había dejado de estar ahí, bastaba con que yo lo aceptara. Porque hay un instante en que se produce ese acto de voluntad que nos lleva a confiar en lo desconocido.
Supongo que ellos, los ancianos, lo sabían porque me estaban esperando.
Todo se repitió, las mismas caricias y abrazos, y como la primera vez sentí que me vaciaba por dentro mientras otra fuerza se iba adueñando de mi cuerpo. La voz, que había vuelto a resonar desde que traspasé la puerta, se hizo más intensa.
Esta vez les hablé. Por fin, les pregunté.
Entonces, sonriendo, se apuraron por mostrarme algo casi arrastrándome, empujándome a caminar hacia una de las salas en penumbras. Al entrar, uno de los viejos acercó un farol. La luz, de inmediato, nos retrató como sombras movedizas contra las paredes; en contraste, la sombra de la figura de la mujer que encontré en ese cuarto resultó aún más inmóvil.
Era también una anciana, pero parecía mucho mayor que el resto. Los cabellos largos le daban cientos de vueltas a lo largo del cuerpo, como el capullo de una mariposa, y le envolvían la cabeza como una corona. Estaba sentada en el piso, sobre una alfombra. Las piernas ocultas bajo varias polleras, las manos apoyadas una sobre otra en esa falda voluminosa. Cuando la anciana levantó la cabeza y me miró, descubrí que sus ojos eran de un verde intenso y brillaban en el cuarto más que la luz que se había introducido con el farol. Hubiera permanecido así, sólo admirándola, hasta que volví a tener conciencia del sonido. Con sorpresa, entendí que era ella quien originaba ese rumor que de pronto supe me recordaba al del mar, perenne, profundo; era su voz que no hacía más que deshacerse en pequeñas palabras, una tras otra, hilvanando pequeñas frases y estas historias (su voz no era otra cosa que un incesante y continuo relato) que ella pronunciaba como una letanía.
Los viejos y yo no hacíamos más que oírla. Y nos hubiéramos quedado escuchándola eternamente hasta que ella de pronto hizo una pausa. El anciano, que cargaba la luz, no pudo evitar que ésta se apagara y entonces quedamos en penumbras mientras ella comenzaba a inclinar la cabeza. Y en el corto lapso de ese silencio que empezó asfixiarnos, sentí añoranza de esa voz, y como el resto de los viejos, temí, sin ese sonido, desaparecer. Como ellos, abrí en ese momento la boca y grité.
Han pasado muchos años desde entonces. El hospital creció y ahora es un edificio de varios pisos. Vi cómo se podó el bosque de eucaliptos y cómo se emparejó el terreno.
Siempre estuve aquí haciendo mi tarea, pareciéndome cada día más a un destartalado sofá que se va cambiando de lugar y al que todavía no se desecha como trasto viejo.
A veces creo que vivo en un sueño del que tal vez nunca despierte y cuando estoy fuera del pabellón no sé si soy más real que cuando estoy con los ancianos.
Ellos continuaron con sus rutinas y yo paso cada día más tiempo a solas con ella. Permanezco a su lado mientras las palabras me van envolviendo como el tejido de una araña, mientras el cuarto se llena de imágenes, de historias que alimentan el resto de los ancianos y a sus cosas. Ya sé cuándo anticiparme a sus pausas, a sus silencios cada vez más prolongados y soy yo, hoy, la que continua las historias mientras ella se apoya en mi hombro y, por fin, descansa.
Después de tantos años, los viejos y yo nos hemos acostumbrado a esta misma sombra que hacemos las dos contra la pared.
[1] María Claudia Otsubo, De esto se trata, Ed. Tantalia&Crawl, Buenos Aires, 2001.