Hacía más de quince años que no nos veíamos y ayer nos reunimos en el café donde antes estaba el bar que era del gallego. Por distintos motivos fuimos posponiendo el encuentro hasta que Juan nos intimó para vernos. Y fue bueno, tanto que iban pasando las horas y seguíamos recordando. En algún punto, creo que fue Oscar (porque yo quería, pero no me animaba), se nombró al loco y los tres hicimos silencio. De pronto nos miramos, pedimos la cuenta y salimos. Subimos sin decir nada al auto de Juan, que manejó decidido por la Avenida Rivadavia.
Nos costó reconocer el barrio en esa última hora de la tarde, pero pronto ubicamos la cuadra. Y en medio de dos edificios encontramos el baldío. Tiene que ser éste, pensé, solo que ahora lo separaba de mi vista un muro de ladrillos y ya no había más piedras en los alrededores para trepar.
Aquel día, sin embargo, no habíamos necesitado nada para poder espiar lo que sucedía detrás de la tapia. Porque solo unos tablones de madera nos ocultaban a aquellos hombres.
Todo había comenzada esa mañana cuando decidimos ratearnos del colegio para seguir al loco. Así le decían todos al verlos pasar, los pantalones apolillados y un sombrero que se calzaba hasta las orejas, del que nacían unos mechones anaranjados que él escondía bajo las solapas del saco. Caminaba a paso vivo, como urgido por un compromiso impostergable, una guitarra enfundada cruzándole el pecho. Por la tarde se lo veía nuevamente sin que se supiera dónde había estado en las horas en que el barrio entero tendía a desaparecer, siempre vestido igual, los ojos escondidos bajo el ala del sombrero.
En aquella época cuando las conversaciones giraban en torno al Mundial en colores, yo no entendía por qué los grandes se inquietaban tanto cuando nombraban al loco. Cuando él pasaba por la puerta del colegio, sólo se me ocurría pensar quién era, adónde iba. Aunque había hecho algunas preguntas, parecía que nadie quería hablar directamente del tema. Sin embargo, después de cenar, si en mi casa había invitados, se hablaba del loco, tanto como se discutía sobre el gobierno, la plata o sobre el futbol. Comencé a imaginar que ese hombre era alguien muy especial y escuchaba todo lo que podía sobre él para poder entender, hasta que mi madre me descubría medio escondido en un rincón del comedor y me mandaba a dormir. Entonces me quedaba despierto planeando: armaría una mochila donde pondría el largavista que me había regalado el abuelo, la cantimplora y algunas cosas más, y me ofrecería como voluntario para ayudar al loco en su misión. Porque estaba seguro, el loco tenía entre manos algo importante.
Finalmente los convencí a Juan y Oscar para seguirlo, como primer paso para saber algo más. Entonces esa mañana, nos sacamos los guardapolvos en la esquina de Nazca, antes de llegar al colegio, y los dejamos con los útiles en el bar del gallego. Cuando lo vimos pasar, nos fuimos tras él. Caminamos como veinte cuadras. Al principio intentábamos que no nos descubriera, después aflojamos la presión y casi le pisábamos los zapatos. Él seguía su ritmo como si nada, hasta que llegó al baldío. Unos tablones de madera resguardaban el terreno de las miradas de la calle. El loco se ajustó el sombrero hasta las orejas y entró. Nosotros buscamos un sitio, un hueco en la tapia para espiar y nos trepamos hasta poder asomar las cabezas, y entonces pudimos verlo en medio de un grupo de hombres, algunos de ellos sentados, otros parados contra las paredes destartaladas de una casilla. Él, con un pie apoyado en una piedra que le hacía de banquito, tocaba la guitarra y hablaba. Recitaba sobre la patria o algo parecido, no entendíamos bien, pero lo que decía debía ser muy importante porque los hombres que lo rodeaban lo escuchaban con admiración, la misma que en ese momento comenzamos a sentir nosotros aún sin saber muy bien de qué trataba todo.
Después fue el ruido de unos autos y los golpes en las maderas, y el silencio que se alzó como una tormenta de arena. Vimos cómo los hombres que rodeaban al loco se miraron. Dos de ellos se le acercaron y lo ayudaron a guardar la guitarra. Le pusieron con urgencia el sombrero y lo sacaron por un costado de la tapia. Fue Juan quien le dijo entonces, cuando pasó a nuestro lado: ¡Vamos loco todavía!, casi en un murmullo. Él, sin embargo, lo escuchó y levantó la cara. No supimos qué fue lo que cambió en sus ojos cuando nos sonrió. Después nos hizo un gesto rápido para que nos fuéramos de allí.
No lo volvimos a ver y nadie volvió a nombrarlo. Después fueron esos meses sensacionales cuando Casi no teníamos clases y hasta con la maestra hablábamos de futbol. El día que salimos campeones, el papá de Oscar nos llevó a todos hasta el Obelisco. Nos pusimos unas vinchas en el pelo y saltábamos todos abrazados.
Yo, sin embargo, seguía pensando en él. Me hubiera gustado también verlo cantar abrazado a las banderas (solo pensaba en volver a escuchar su guitarra, pero sobre todo su voz). Estaba seguro de que, en esos días, él hubiera cantado como nadie. Tanto pensaba en el tema que convencí a Juan y a Oscar para volver al baldío. Entusiasmados, Juan decía que esta vez no se iba a quedar escondido, si total él ya nos había visto. Le diríamos: ¡Qué tal, loco!; eso sería suficiente, para que nos dejaran sentar entre esos hombres como si fuéramos parte de ellos.
Y así nos fuimos, casi corriendo, ansiosos por llegar. Fue Oscar quien se adelantó y pegó el grito. De la casilla no quedaba nada, ni siquiera las chapas. Saltamos los palos que antes había sido la tapia y caminamos por la tierra apisonada. Desde ahí se veía el fondo y el sitio donde nos habíamos trepado la primera vez y en el medio del yuyal, el banquito de piedra. Corrí, tanta era mi ilusión, que sin darme cuenta apoyé el pie como lo había visto hacer a él. No sé por qué me sentí tan triste. Algo me decía que ya nada volvería a ser como antes y por mucho tiempo guardé el recuerdo de mi pie afirmado sobre la piedra. Esa tarde abandonamos el sitio en silencio, y nunca más volvimos a hablar del loco.
Nervioso ante el muro de ladrillos, les pedí que me hicieran pie para poder ver.
—Ahí está —les grité mientras Oscar me sostenía sobre sus hombros.
—¿Quién…?, ¿qué? —respondieron también a los gritos.
No les contesté, no podía.
En medio del terreno despoblado, idéntico a mi recuerdo, estaba la piedra. Me pareció más chica y mi pie, pensé, la cubriría ahora por completo.
Bajé de un salto.
¿Qué viste? —me preguntaron impacientes.
Pero cómo contarles lo que vi. Para ellos era tan sólo una piedra. Por eso ayer les mentí: