Por la tarde, el Maestro y su discípulo retornaron al bosque en busca de leña.
Caminaban plácidamente, sumergidos en una atmósfera fresca y perfumada. Aquí y allá recogían con cuidado ramas secas y las guardaban en un gran bolso de tela que cargaba Tilopa haciendo gala de su juventud.
Algunos pájaros pequeños de intenso color anaranjado volaban en círculo cerca de sus cabezas.
Un hermoso gato blanco que compartía sus días con los ascetas los seguía a pocos pasos. Casi siempre los acompañaba en sus caminatas, cosa extraña en un felino; se sentía atraído por el halo de paz que los rodeaba y por las diversiones ocasionales que el bosque le proponía, como perseguir mariposas o intentar atrapar veloces ardillas.
El momento era mágico. Sin embargo, Tilopa insinuó un gesto y, antes de poder articular palabra, el Maestro lo frenó bruscamente pegándole en el centro de su cabeza con una caña de bambú que usaba de improvisado bastón. Siguieron caminando absortos por un largo rato, sintiendo el aire fresco y viendo enormes nubes con forma de martillo que viajaban por un cielo que apenas reflejaba la luz del sol.
Un rato después, Tilopa no pudo contenerse.
—Maestro… ¿Qué comen los americanos? —rompió el silencio, parado a una distancia prudencial.
—¿Ésa era la gran pregunta que te llevó a cortar la magia de este paseo?
—Sí…
—¿Por qué eres tan curioso, Tilopa? Las palabras, por mejores que sean, valen poco comparadas con el silencio. Cualquier cosa que hablemos será menos interesante que lo que sentíamos hasta hace unos instantes.