En un lugar casi inaccesible del Monte Meru, cadena del Himalaya, un anciano
Maestro y su discípulo Tilopa conversan en un milenario convento que parece obra de dio
-
ses, dado lo escarpado del terreno, el colosal tamaño de sus piedras labradas y el profundo
abismo al que se asoma.
Algunas nubes grises acarician los techos nevados del edificio. Otras pueden ser vistas
desde lo alto, cubriendo con su bruma humildes poblaciones de montaña.
La gran sala donde habitan cuenta con un ascético mobiliario. En uno de los ángulos
se encuentra un pequeño brasero de metal fundido, donde hierve el agua para las infusio
-
nes. Un manojo de hojas de té envueltas en delicado papel blanco impregna el aire con su
perfume. En el vértice opuesto, una jarra de porcelana, dos cuencos con asas pintados con
motivos florales, pequeñas alfombras rectangulares y los respectivos zafus.
El centro de la pared orientada hacia el este contiene una enorme puerta de doble hoja
realizada en madera maciza y tallada con bajorrelieves; sobresalen en ella figuras que ase
-
mejan manadas de elefantes. Las dos paredes perpendiculares son blancas y están desnudas,
sin decoración alguna, ni siquiera una moldura en su encuentro con el techo. En cambio, la
pared enfrentada a la puerta posee un enorme vano abierto a la inmensidad, desde el cual
pueden divisarse los picos nevados del Himalaya.
Sentados en posición de yogui, maestro y discípulo meditan largas horas por día acerca
del Hueco y el Vacío, de un universo eterno y consciente de sí mismo.
Un ave de suave plumaje blanco entra por el vano, con un pan en su pico alargado.
Como entendiendo lo que hace, se posa muy cerca de ellos, los mira fijamente con ojos vi
-
vaces y permanece agitando la cabeza. El discípulo estira el brazo para recibir el pan en su
mano. Recién entonces el ave abre el pico, lo entrega con suavidad y luego parte, haciendo
4
una escala en el antepecho del vano, donde se detiene por unos instantes, como orientándo
-
se antes de reemprender el vuelo.
Luego de una muda señal, el discípulo se incorpora, retira el recipiente del brasero y
echa las hojas de té.
Entrada la noche el Maestro explica que Capella, la estrella principal de la constelación
de Auriga, irradia su brillo con una intensidad poco común. Aldebarán, el gigantesco ojo de
toro de la constelación de Taurus, ha cambiado su coloración, cosa inusual en una estrella.
Otro tanto sucede con Alpha Ceti y Alpha Phoenicis de la constelación de Fénix. Como si
fuera poco, una intensa lluvia de meteoritos atraviesa el cielo noche tras noche.
Tilopa pregunta sobre el significado de esos signos.
—Está llegando al mundo un iluminado, un nuevo Buda –responde el Maestro.
—Ese es un hecho extraordinario que sucede pocas veces en la historia.
—Así es, Tilopa.
—¿A qué sitio llegará? ¿Acaso será en el Tíbet, en la India, en China?
—Es probable que llegue a un lugar extraño para nosotros: América.
— ¿Son hinduistas, budistas, confucionistas?
—No, Tilopa, en ese continente los pueblos originarios creen que el universo y todo lo
que hay en él es sagrado. A su manera se parecen a nosotros. En cambio, la población de
origen europeo y la educada por ésta piensan que el universo es un conjunto de materiales
sólidos, líquidos o gaseosos, fríos o incandescentes dando vueltas en el espacio, que sirven
para que ellos los transformen en productos útiles para la industria y el comercio.
—¿Son materialistas como Carvaka?
—La gran mayoría cree en las más diversas religiones deístas, pero imaginan el univer
-
so como pura materia. Algunos declaran no creer en nada y así lo expresan: “Yo no creo en
5
nada”. Nosotros en cambio creemos en la “nada creativa”, la “vacuidad”, pero poco conocen
allí sobre shunyata.
—¿Qué harán con un Buda caminando por sus tierras?
El Maestro ya no responde. Le pide al joven que encienda doce varillas de inciensos
y veinticuatro velas, treinta y seis pequeñas hogueras en total, y que las disponga en toda
la sala de manera simétrica, dibujando círculos alrededor del sitio donde meditan. Mien
-
tras Tilopa realiza la tarea con actitud solemne, el espacio adquiere una atmósfera irreal.
Pequeños hilos de humo blanco se desprenden de los inciensos, perfumando el ambiente y
haciendo visible el aire que, al flotar sobre las grandes velas encendidas, asciende liviano
hasta perderse en la penumbra.
Cuando termina su tarea el Maestro medita; se sienta cerca de él y así permanecen has
-
ta el amanecer. Cuando la última estrella desaparece del cielo, el Maestro dice:
—El temblor del tiempo y la deformación del espacio, esta manera extraña de colorear
el cielo y de recorrerlo que los astros han elegido, vibra como un gran tambor, late, exclama,
se asemeja al diafragma de una parturienta y nos dice que en este tiempo tristemente ma
-
ravilloso se producirá el nacimiento de un ser perfecto. La bolsa cósmica está rota, el agua
se ha derramado, el ser está llegando.
—¿Lograrán reconocerlo, Maestro?
—Nada existe en el universo sin un grado de conciencia, pero eso está sujeto a la ex
-
periencia.
—¿Podrán percibir su tamaño, maravillarse ante su silencio?
—Tilopa, crecemos en el extrañamiento. Tendrá en su cuerpo mil ocho marcas auspi
-
ciosas, una aureola, un sonido mágico, estará siempre cerca de un árbol emblemático, no
conocerá temor, su cuerpo no producirá sombra, rebosará compasión, producto de su desa
-
pego absoluto, llevará con él la frescura y el aroma de las cimas del Himalaya.
6
—Ese Ser no pasará inadvertido. ¿Cuál será su suerte?
Miguel Ortemberg
Miguel OrtembergCrea tu insignia