Literatura, relatos, crítica literaria, literatura latinoamericana
Viajar en el subte es aburrido, o al menos a mi me lo parece, la única razón que lo justifica es la rapidez en llegar, y otro detalle. El subte o metro, cubre largas distancias, la gente viaja mucho, de manera que es común ver pasajeros leyendo. La literatura es la mejor forma de transcurrir ese tiempo, aunque algunos se aferran a los celulares, el viejo y querido libros es más cómodo, por tamaño, tacto, y porque es más fácil aislarse del entorno detrás de un libro que sobre el celular.
Me gusta espiar los autores que “viajan” con sus lectores; seguramente es un prejuicio, pero es como si me dijera algo de la persona que ella misma no revela.
Espiar a lectores es una manía común, creo, entre escritores.
Me han dicho en alguna ocasión, extranjeros, que es una costumbre argentina, y que es desagradable, espiar tan impúdicamente lo que otro lee se puede considerar una intromisión en la vida privada.
Pero, es comparable a mirar el tatuaje de alguien, para qué está allí no para ser visto.
El tatuaje dice tantas cosas de la persona como lo hace un libro que la persona lee.
Tengo especial atención sobre libro de literatura latinoamericana, de hecho, me siento acompañada, cuando descubro detrás de un título alguno de los autores de mi preferencia, adorno al lector con determinada aura y la conjetura de que podríamos formar alguna amistad en la que tendríamos muchas cosas que decir.
Es poco común, de todos modos, que haya lectores de subte leyendo a Roberto Bolaño, a Juan José Saer, e incluso a Juan Carlos Onetti, pero no dejo de ver los que leen Mario Vargas Llosa, Gabriel García Marquez, Julio Cortázar.
Muchos detectan la observación procaz, las formas de torcer la cabeza o de alargar los ojos para alcanzar a descifrar lo que están leyendo, y ocultan a propósito la tapa, eluden nuestro escrutinio como si estuviéramos mirando algo indigno. Ese gesto también nos dice algo, enseguida pienso que le avergüenza lo que lee.
Por otra parte, es poco común ver ciertos géneros de lectura durante el viaje, por ejemplo, los tan explícitos libros de color rosado de la colección de “la sonrisa vertical”. Hay buenas autoras, en esa colección, pero la connotación hace que no haya audaces haciendo gala de esa lectura; hace tiempo pregunté a un escritor amigo si había leído algo de esa colección -que por si el lector no se ha percatado con el explícito título de la colección es de literatura erótica-, y me ha negado categóricamente, desestimando el tema.
Sin embargo, debo decir que hay muchos nombres interesantes detrás de esa colección, baste uno Margueritte Duras; aunque hay muchos otros, esto por indicar que la literatura viaja en transporte público, pero la erótica se queda en casa.
Aunque sospecho que pocos se darían cuenta lo identificable que son los libros de esa colección, y lo son, sólo para los que no tienen prejuicios por el género, como es mi caso.
Las preferencias de literatura que viaja, con su lector, está entre escritores latinoamericanos, cosa que me agrada, pero, en mi caso, suele ser cualquier género; ensayos, por ejemplo.
No me he cruzado con ensayos que viajen con su lector, sin embargo, los recomiendo, son una muy buena forma de viajar, no sólo porque no interrumpen historias, sino porque incorpora conceptos en los que no habríamos pensado y por lo mismo, nos aportan puntos de vista de lecturas que se aprecian en otras lecturas, amplían nuestro horizontes como lector. Sin pudor, me permito mencionar al menos dos libros viajeros con su lector: yo misma; Vanguardia literaria, dos días imperfectos, de Dante Avaro; y Análisis crítico de la obra de Luis Benítez, por Assen Kokalov.
Eso sí, tengan cuidado porque hay libros en los que te sumergís y apareces en la estación equivocada, suele ser una situación desconcertante, la imaginación te juega y sugiere que pasaste a la dimensión física de la propuesta del libro.
Los libros que viajan no son inocentes, suelen comerse el tiempo y la noción del espacio.