Hace un par de años, me traje de un negocio del barrio chino de Belgrano 52 bolitas magnéticas de dos centímetros y medio de diámetro. Lo sé porque acabo de medir una con un Vernier, palabra que el diccionario de la RAE no tiene registrada, aunque sí "calibre" -luego de una pequeña búsqueda veo que la RAE bautiza como "pie de rey" al puto Vernier; tres palabras para decir lo que en cualquier tienda especializada se llama "Vernier"-. Ahora las 52 bolitas no fueron por capricho sino por billetera; los hijos del Celeste Imperio vendían las bolitas en conjuntos de 4 y, como en el negocio los hijos de Buda no aceptaban tarjetas de crédito ni de débito, el efectivo que tenía encima me dio para 13 conjuntos. Hasta allí todo bien, el número 13 siempre me llamó la atención porque mi primer nombre -que nunca he usado, pero es con el cual figuro en mis cuentas bancarias y aparezco en los pasajes de avión- empieza con la decimotercera letra. Por lo tanto la compra y la cantidad me pareció un buen augurio.
De entrada me cautivaron las formas caprichosas que se pueden lograr con las 52 bolitas y, con ellas, armé una especie de pequeña colina que descansa sobre una cajonera al lado de mi escritorio. La montaña magnética -ya que no mágica- está erizada de pequeños trastos metálicos: una navaja de muelle -"tuneada" o personalizada como algunos de los objetos que uso, porque le afilé el lado romo- que utilizo como abrecartas o para quitar los broches de papel, clips, una vieja latita de azafrán más chica que un dedal, tres vueltas de un palmo de diámetro de cable de acero -relicto de un cable de freno de bicicleta-, un cojinete de rodillos cónicos que encontré tirado en una calle de Garden District de New Orleans, una bisagra de portón forjada a mano -recogida el mismo día en el mismo barrio-, un pin de la librería Strand de New York -me encanta el subtítulo "8 miles of books", no soy el único que contabiliza los libros por metros de estantería-, el rayo de una rueda de motocicleta -pienso que va a dar una excelente lezna, pero, además, es bello trasto-, una diminuta lima triangular de cerrajero, algunos clavos e incontables resortes pequeños -un par, no tan pequeños-. Me pierden los resortes.
Toda esta magnetizable resaca urbana encierra alguna historia que permanecerá oculta, y, en algún momento, me ha servido para algo; menos los resortes; hasta el pasado viernes 10, cuando vino Rubén, nuestro técnico de computadoras.
El botón de arranque de la CPU de Beatriz venía caprichoso hasta el jueves 9 de junio cuando, luego de muchos intentos, resolvió no funcionar. Rubén vio que el problema era un fleje plástico que retornaba el botón de arranque a su posición original. Imposible repararlo antes del lunes13 -el 13 me persigue-, había que llevar la CPU hasta el vendedor y pedirle un repuesto. Rubén -como Judá León, rabino en Praga: “Sediento de saber lo que Dios sabe,/Judá León se dio a permutaciones/de letras y a complejas variaciones/y al fin pronunció el Nombre que es la Clave… ”-; “quizas con un pequeño resorte...", dijo Rubén. El botón de arranque de la CPU quedó afinado como un Straudivarius.
El domingo 5 de junio, volvíamos con Beatriz de una caminata, valga la aliteración, sabatina vespertina y tuve un satori de recolector de residuos -en Brasil dirían catador de lixo, en México seguramente pepenador de basura-. Hacía un frío que te la debo, para colmo un orvallo que era como si llovieran alfileres gélidos. No sé por qué se me ocurrió que podría obtener alguna foto interesante y llevé una cámara. Nada digno de hacerme sacar los guantes y desenfundar la Fujifilm.
De regreso, casi enfrente de casa, al lado de un contenedor de basura, un trozo de madera, resto de algún puntal, sobre los adoquines de la calle. Rodeado de hojas secas me pareció une trouvaille compositiva de desechos; un bloque de madera engarzado en hojas secas de plátano -el de sombra, Platanus hispánica, ya que no el Musa paradisíaca- tenía mi foto.
Ahora, no podía dejar ese taco abandonado, lo apapaché y lo traje a casa. Ya seco y limpio, reposó en el brazo de un sillón hasta que recordé las escenas de Shakespeare enamorado, cuando el protagonista, al final de una jornada de trabajo, clava su pluma en un tomate. Necesitaba un portalápices o, mejor, un porta estilográficas -tenerlas en un vaso de vidrio con el escudo de la Tulane University no era lo más práctico-. Medí el trozo de madera, 10 centímetros de largo 9 de ancho una pulgada y media de alto. Soportaba 12 agujeros de 15 milímetros de ancho; lo pensé, hice un croquis con dos puntos de fuga para ver si era posible. Tardé más en mi Gendakexperiment que en hacerlo. Registré cada paso de mi trabajo con fotos. Editaré media docena para subir a mi muro de Facebook en un álbum que llamaré Trouvailles.
Mientras hacía los agujeros y, más tarde, cepillaba y lijaba el bloque me acordé de los esclavos inacabados de Miguel Angel en la Galleria dell'Accademia. Dentro de cada bloque de mármol hay una obra de arte. Y dentro de ese taco de pino que yo estaba perforando, sin duda, estaba la miniatura de Don Quijote montado en clavileño. Como en el caso del David oculto en una cantera marmórea, sólo había que sacar lo que sobraba; así de sencillo.
Recostado en el diván hablé toda una sesión con Diego sobre el tema y lo relacioné con otro arte que me apasiona, el Origami. El papel que adquiere volumen para dar una figura. Toda hoja de cuaderno encierra un pavo real, un sapo o un unicornio. Doblar, plegar, replegar y repulgar el plano para darle cuerpo, sacar lo que sobra. Juntar trouvailles y encontrarle otro significado.
En casa hay casi tres metros de diccionarios en estanterías y, en mi notebook, tengo instalados el Aurelio y el Merriam Webster. En la barra de marcadores de navegador de Internet alrededor de treinta diccionarios más. ¿Cómo hago para sacar lo que sobra de ellos y terminar mi próximo libro de relatos y mi novela; que evoluciona lentamente desde páginas y páginas de cuaderno escritas con tintas de cinco colores diferentes? El arte y la escritura es sólo eso. Buscar, elegir, acumular, seleccionar, limpiar, quitar lo que sobra, pulir, unir, doblar, plegar; dar volumen.