Ya había comentado en mi nota anterior que, San Jorge y el dragón, écfrasis Parte 1 , para los interesados por las descripciones en narrativa o en poesía, es recomendable indagar sobre las variantes de una figura retórica: écfrasis o hipotiposis y las distintas maneras de ver. A continuación, se puede avanzar con el texto "San Jorge y el dragón" de Sartre para ver cómo se instrumenta la écfrasis y, también, por la ostensible utilización de ella desde una perspectiva de la llamada literatura comprometida.
La innata posesión del sentido de la vista no ayuda, de inicio, a reflexionar mucho en el alcance y posibilidades del propio sentido; poca gente, en posesión de sus facultades visuales, cree que se puede aprender a ver, hasta que se enfrenta con un texto de la densidad de "San Jorge y el Dragón". En ese momento el desprevenido lector se da cuenta de dos cosas: primera, para "ver" son necesarios, además de los ojos, conocimientos, razón y capacidad de análisis; segunda, ese aprendizaje es posible. De esa manera nuestro cerebro pasaría a actuar como el de las serpientes componiendo una imagen mixta con la percepción visual y la dada por los conocimientos y la razón.
Hay algo de Sherlock Holmes en el Sartre de "San Jorge y el Dragón", o del chevalier Auguste Dupin. Pero, tanto Holmes de Arthur Conan Doyle, como el héroe de "La carta robada" y los "Crimenes de la rue Morgue" de Edgar Allan Poe, necesitan un intermediario, el narrador, que nos conecta y describe la realidad donde transcurre la acción.
El lector no puede hablar con Sherlock Holmes ni con Auguste Dupin, se limita a escuchar -o leer- lo que los amigos de los personajes relatan. De esta manera, el lector, es algo más que espectador y mucho menos que protagonista; es un protagonista vicario. Este cómodo papel de sustituto le permite el lujo de no equivocarse jamás. Si el lector hubiera estado en el lugar de los hechos habría sido más experto que Watson, el amigo del chevalier y, quizás, más que Holmes o Dupin.
La genialidad del mago de Baker Street y del chevalier está en vislumbrar lo obvio, lo que está a la vista, y que -en el sentido etimológico y el de la acción- sale al paso; por lo tanto, más fácil de ocultar. Siguiendo este razonamiento, Sherlock Holmes y Auguste Dupin parecen decirle al lector desprevenido: "no escondas una aguja en un pajar, ocúltala en una caja llena de agujas; pero luego no te equivoques para encontrarla".
Cada movimiento del asesino, las señales y objetos más insignificantes que va dejando detrás de sí se transforman en patentes indicadores luminosos, con un mensaje claro que los evidencia. Con sus actos y desplazamientos, el delincuente traza huellas que el ojo no entrenado y sincronizado con una mente analítica es incapaz de ver. En la mirada de Sherlock Holmes los hechos son analizados previamente, cotejados y comparados con la información almacenada en su mente, reelaborados y resemantizados con su verdadero sentido. Una inscripción con sangre en una pared evidencia la altura de un asesino; un hombre bronceado que camina rengueando, visto accidentalmente desde una ventana, nos revela su historia sin hablar: es un oficial herido que regresa de Afganistán; y una pipa, con un poco de ceniza en la cazoleta, nos hablan de la posición económica de su dueño y la marca de tabaco usado. Los lectores, protagonistas vicarios, creen que están aprendiendo a ver a través de Watson.
Ahora, enfrentados con el texto "San Jorge y el Dragón", las reglas de juego cambian violentamente para nosotros: de vicarios pasamos a protagonistas. Sartre nos hace desaparecer como espectadores y nos integra al texto, reemplazamos a Watson y el diálogo se hace directo, estamos hablando con Sherlock Holmes, es decir Sartre. El cuadro está allí y nuestro aprendizaje para ver comienza. Sartre parte de lo obvio, lo que nos sale al paso, lo que todo el mundo cree que ve, para, armado de su razonamiento, conocimientos enciclopédicos y una demoledora capacidad de análisis, internarse en la ideología del pintor, El Tintoretto. Nos enteramos que la doncella del cuadro, a la que Sartre intuye hermosas piernas, ya no huye del dragón que agoniza bajo la lanza certera de San Jorge, sino de su pueblo y de su padre, el rey, que la entregaron a la bestia. La bella huye avergonzada de los suyos, buscando refugio fuera del cuadro, corriendo hacia nosotros espectadores del óleo, es decir leemos lo que Sartre ha escrito, integrándonos a la escena en una gran emboscada literaria. "Conmigo no jueguen a lectores vicarios", parece decirnos, ladino.
Ante la implacable mirada del miope Sartre todo en el cuadro es transparente y simple: las trampas, debilidades, deseos y los mensajes ocultos. Lee como en un diccionario lo que está escrito, o pintado y cifrado, en la tela. Así, el San Jorge del Tintoretto es un San Jorge popular o proletario según sus palabras. Comparando el cuadro con otro San Jorge, el de Carpaccio, vemos como Tintoretto, intencionalmente, ha desacralizado la figura del caballero, que debería aparecer aristocrática y arrogante. La manera de empuñar la lanza, deliberadamente semioculta por el caballo, y su actitud al atacar la bestia, democratizan a este noble al rango de un "trabajador que hunde un clavo". De la misma manera que Sherlock Holmes o como Calíbar, el mítico rastreador del Facundo, Sartre se va internando en el cuadro a la vez que nos enseña a sortear señuelos y falsas huellas, que el Tintoretto va dejando, como trampas cazabobos, a los ojos de los incautos.
La verdadera inteligencia está en ver lo obvio, aquello que se manifiesta a simple vista y nadie es capaz de leer o descifrar. Durante milenios la gente recogió manzanas al pié de los árboles en otoño; hasta que alguien vio caer una manzana y miró el cielo estrellado y la luna llena con los ojos de la razón. La pregunta que siguió luego de este incidente, obvio, provocó un nuevo concepto del universo y la física que estructuró toda la ciencia moderna.
Cuentan que Thomas Huxley, contemporáneo y colega de Darwin, se transformó en su ferviente defensor luego de leer El origen de las especies y exclamar: "qué tonto fui al no haberlo pensado yo antes". Lo mismo puede decir Watson ante lo obvio, descifrado por Sherlock Holmes, o los cortesanos del rey Hieron de Siracusa, cuando Arquímedes, al sumergirse en la bañera, dedujo la manera de verificar si la corona era o no oro.
El hombre de la ciudad, o Sarmiento, al ver cómo Calíbar, luego de un meditado "donde te mias dir", lee señales invisibles en los pastizales, en los médanos o en la ribera de los arroyos; el amigo del chevalier Auguste Dupin al oír sus razonamientos; Watson, al escuchar como Sherlock Holmes calcula la velocidad del tren, contando los postes de telégrafo cronómetro en mano, y nosotros al leer "San Jorge y el dragón", experimentamos la misma sensación de ceguera. Es posible ver con los ojos o sin ellos, con la piel, con los oídos y con el olfato. Por encima de todo: se ve con la razón. Arquímedes, Newton, Darwin, Sartre poseen la misma manera particular de ver lo obvio y abrir nuestra mirada a una realidad cotidiana más compleja y rica.
Es un desafío para ser, con cada mirada, menos ignorantes: «....Garret, ¿sabe usted por qué hago ésto? -preguntará el protagonista de Usher II, de Ray Bradbury, al censor mientras, lo va lapidando como Montresor a Fortunato en "El tonel de amontillado"-. Porque usted quemó los libros de Poe sin haberlos leído. Le bastó la opinión de los demás. Si hubiese leído los libros habría adivinado lo que yo iba a hacer cuando bajamos hace un momento. La ignorancia es fatal, señor Garret».
Probablemente Sartre no leyó el Facundo -y no haya sabido que, casi un siglo después, retomaba las artes de Calíbar- y, si lo leyó, es factible que no lo tuviera presente cuando escribió su "San Jorge...". Pero, al contrario del personaje de "La trama de Borges", que no sabe que muere para que se repita una escena, Sartre sabía muy bien que estaba escribiendo para que se repitiera una historia.
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