Algo que me molestaba de mi abuela, era la costumbre de acariciar la mesa con los dedos, eso provocaba un ruido de siseo que hasta el día de hoy me irrita.
Las yemas de los dedos recorriendo ese paseo incesante era más que un ruido, era un símbolo. Ya más madura, sospeché que era la costumbre de limpiar miguitas; mi generación creció con rechazo hacia esos actos que se parecen a la servidumbre, nos educaron para conseguir que nos hicieran la limpieza, no para que se nos pegaran actos reflejos de esa naturaleza.
Sin embargo, y aunque todo ruidito monótono me produce molestias, como los que hacen las personas cuando tratan de hacer arrancar la lapicera pulsándoles el extremo que saca y mete la punta, sometiendo a estrés el mecanismo y los nervios de quien tienen cerca, empecé a notarme la misma tendencia.
Y por fin, con los años, aunque lamento que demasiado tarde, creo comprender aquel gesto o me gusta creer que lo comprendí, finalmente.
Es el mismo gesto que tengo con los libros, la caricia, el recorrido, reconocer la textura, el olor.
Como toda ávida lectora, compro más libros de los que leeré. El que compra libros no tiene pudor en exhibir ese desperdicio, porque sabe que más tarde o más temprano, le llegará el turno de ser leído y aunque no lo fuera, esa exploración con las yemas es parte de un rito que lo hace personal; el libro pasó de una ignota biblioteca a la personal órbita donde la promesa de lectura le coloca un futuro a tu placer.
Un placer que tiene coordenadas en tu biblioteca.
Y todo comienza con esa caricia. No es difícil sorprenderme a mi misma acariciando las hojas, la tapa, oliéndolo; y ese sonido no me irrita, al contrario, me tranquiliza.
Mi abuela era una gran costurera, y lamento no haber heredado esa habilidad, aunque lo intento, suelo pasar por negocios donde venden telas, y tocarlas con placer, es como si el espíritu de mi abuela me tomara y el siseo se me aparece, ahora entrañable.
Mi abuela no limpiaba miguitas, esa apreciación era una subestimación, mi abuela se complacía en la caricia de los infaltables manteles; entrenaba sus dedos en ese reconocimiento; del mismo modo que lo hago yo hoy.
Aunque el siseo de los dedos sobre libros o sobre géneros textiles, nos da diferente información respecto al objeto, el acto es el mismo; una apreciación del mundo sutil de la vida privada de los dedos, que realizan actos conforme una existencia más allá de los objetos y de la memoria; como ahora sobre el teclado, como en el zinc caliente.