Hace ocho años, una tarde de marzo a las catorce, fue nuestro primer encuentro en un café de la calle Arenales. Por cortesía y afinidad de gustos, pedí al mozo “lo mismo que la señora”. Ella preguntó el motivo de mi entrevista.
Un mes atrás, el crítico Julio Ortega, nos presentó en una cena de escritores y académicos, que resultó -ahora que el concepto ha sido remozado- una “guerra fría”, entre dos potencias. De un lado Carlos Fuentes, hijo de diplomáticos; del otro, José Saramago, de padres y abuelos campesinos, que apenas terminó la secundaria y Premio Nobel. Un duelo de miradas digno de dos prime donne, casi ni se dirigieron la palabra.
Nos interrumpió el mozo con dos cafés y dos jugos de naranja, vi en su pocillo un cubito de hielo, “no puedo tomar bebidas calientes”, “qué curioso, yo tampoco”, “entonces, los dos tenemos lengua de gato”, “¿lengua de gato?”. Explicó que en Japón les llaman así a quienes no pueden tomar bebidas calientes; miró por la ventana, señaló un perro al que le faltaba una pata delantera y se desplazaba a saltos como un canguro, me contó la historia, un auto lo atropelló justo frente a nuestra mesa en el Havanna. El perro callejero fue adoptado por un matrimonio de la calle Rodríguez Peña y se transformó en el mimado del barrio.
Luego, retomó su historia, contando cómo lo había conocido, su relación posterior y el viaje que hicieron juntos a Japón. Le dije que los dos éramos chancho en el Horóscopo Chino, “él decía que era jabalí, no chancho” y volvió a indagar por el motivo de la entrevista. Le pregunté si no nos autorizaría para hacer el Maratón de Lectura de La Feria del Libro con textos de Borges. No contestó; continuó con sus ensoñaciones y molinos de su pensamiento -mejor, The windmils of Your Mind, al decir de la letra de la película The Thomas Crown Affair.
En esos momentos a María Kodama las evocaciones le suavizaban las líneas del rostro, que recordaban al maquillaje del teatro Kabuki; afloró el primer texto de Borges que leyó cuando no lo conocía, «Ruinas circulares», «es mi cuento, por ese comienzo contundente». «Nadie lo vio llegar en la unánime noche», contesté y le dije que me encantaba, también aquel otro, en realidad, la mitad del primer párrafo: «Es verdad que Erik Lönnrot no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó». De allí saltó a comentar lo rotundo de algunos de sus arranques narrativos: «La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante al sentimentalismo o al miedo...» y «Abulgualid Muhámmad Ibn-Ahmad Ibn-Rushd (un siglo tardaría ese nombre en llegar a Averrores, pasando por...)». En ese momento pensé en Hemingway y Nabokov, nacidos el mismo año que Borges y también chanchos, ella preguntó quién haría la selección, «Luis Gregorich y yo». No respondió pero sugirió, alegando otra entrevista, si yo no tenía inconveniente en vernos en una semana, misma hora y lugar.
Lo que no dije, a propósito de coincidencias de horóscopo, es que nací el mismo día que José Hernández, tampoco le hablé de Hemingway ni de Nabokov; sus evocaciones, sentados frente a la mesa del Havanna, iban tan fluidas que -pensé- cualquier acotación la podría sacar de The windmils of Her Mind.
Ignoro si Hemigway leyó a Borges; Borges leyó a Hemingway por lo menos en tres oportunidades. Las dos primeras en una reseña, publicada en la revista “El Hogar”, donde pulveriza la novela To Have and Have Not, pero cita un pasaje de ella que le pareció excepcional, además aclara que le gustó Adiós a las armas. La tercera mención, por elipsis, es en el cuento “La espera” publicado en 1950 en “La Nación”, su versión de “The Killers” de Hemingway, pero en poética borgeana: “En esa magia estaba cuando lo borró la descarga”, el asesinato del protagonista se concreta.
Por su parte, el tercer chancho del Horóscopo Chino o Huangdao dai, Nabokov, conoció la producción de Borges; en su novela Ada o el ardor (1969) Borges aparece, tras el anagrama Osberg, como autor apócrifo de La gitanilla.
A su vez Osberg, nuestro suido, no leyó al ruso, aunque defendió su Lolita cuando la novela fue censurada en la Argentina en 1959. Incidentalmente, en un diálogo con Osvaldo Ferrari, Borges hablando sobre Dostoievski cita a Nabokov, aunque en términos elípticos: “Leí declaraciones de un famoso escritor ruso, cuyo nombre no recuerdo, aunque querría, el autor de Lolita”.
Hemingway ganó el Nobel, Borges y Nabokov no. Además tuvo una vida breve e intensa como el Pancho López de la canción homónima de los hermanos Reyes, “chiquito pero matón”, solo que no era chiquito; se suicidó días antes de cumplir los 62 años. Borges murió dos meses y medio antes de cumplir los 87.
Borges y Hemingway son dos hemistiquios de la máxima de Cassius Clay, por aquello de “Float Like a Butterfly, Sting Like a Bee” -a Nabokov le gustaban las mariposas, no sé si le gustaba el boxeo-; uno por la sutileza de sus finales abiertos, famosos como sus puñetazos de púgil, y la “teoría del iceberg”, el otro por sus comienzos contundentes como el jab de derecha de Muhammad Alí, que lo amainó a Foreman en el octavo round en Kinsasa, tres años antes de la muerte de Nabokov.
Borges y Nabokov abordaron la barca de Caronte en Suiza. Hemingway, la madrugada del 2 de julio, en su casa de Idaho, cuando todos dormían, apoyó la frente en la escopeta de dos cañones que sostenía con su mano izquierda; la amartilló y empujo los gatillos con su pulgar e índice de la derecha. Recuerdo el final de una nota de Vila Matas donde habla del suicidio: “El ruido despertó a toda la casa.”
Para este fin, prefiero el pasaje de To Have and Have Not, citado por Borges en su reseña de 1938. Allí Hemingway habla del uso de armas de fuego, para suicidarse, “...their only drawback the mess they leave for relatives to clean up.”
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