Los mapas sirven para orientarnos pero, con la misma facilidad que ayudan, también ponen lo suyo para desorientarnos, por no hablar de Google Maps del celular -aunque este es peor, da a sus propietarios la falsa ilusión de ser ubicuos-. Los dos, mapas y Google Maps, tienen su talón de Aquiles en encrucijadas y callejones de pocas cuadras y, más, en un tramado de concurrencias de minúsculas callejuelas, que sólo permiten el paso de peatones o ciclistas.
Nos hemos perdido con mapas y Google Maps en Sicilia, Estambul, un gélido atardecer bajo una nevada en Praga -esta vez en un barrio comercial, en la esquina de dos avenidas muy importantes-, Siena, en el barrio de Aljama en Lisboa. La última fue en pequeñas calles, largas y serpenteantes, del barrio de San Isidoro en Sevilla, algunas tan estrechas que parecen pasadizos. Esta vez el extravío fue alegórico y, como los oráculos de Proteo, difícil de interpretar, en ese momento, del peligro en ciernes; tres días después de la experiencia de perdernos a menos de diez cuadras del departamento, la extraviada sería la humanidad; nuestro viaje se vio truncado por el comienzo de la pandemia, la amenaza del inminente cierre de fronteras y la cancelación de vuelos internacionales.
No sabíamos que nuestro desconcierto era el vaticino del que vendría a nivel mundial: la peste, en ciernes pero, meses después, una contundente realidad que amenaza con instalarse en nuestra vida cotidiana y alterar definitivamente el rumbo de la historia y los modos de relacionarse de la gente. En aquel paseo por el barrio de San Isidoro, Beatriz, con el celular en la mano, yo, con el mapa en las mías, intentamos encontrar el rumbo por el meandro de calles, en la pantalla el indicador azul, semejante a una pelota de bádminton, giraba, se detenía, retrocedía cuando avanzábamos, o viceversa, en el minúsculo plano de la pantalla. Con el mapa en la mano, en el mejor de los casos, ninguno de los nombres de las calles, travesías, cortadas, cul-de-sacs y callejones que veíamos en los carteles indicadores aparecían en el plano de la ciudad; en el peor de los casos, no logramos encontrar en el mapa del barrio la intersección de cinco diagonales que se encontraban en una plazoleta frente a una pequeña iglesia. Nuestro consuelo fue cruzarnos con otros grupos de jóvenes, familias y desorientados solitarios que fracasaban en los mismos intentos: mirar el nombre de las calles y consultar, infructuosamente en pantallas y mapas; un par de veces vimos caras y grupos conocidos que avanzaban en dirección contraria a la nuestra.
En el último año y medio, he vuelto varias veces sobre esta experiencia de un viaje inconcluso y he pensado que un viaje encierra, en su realización, algo de imposibilidad, uno nunca termina de llegar a los lugares que visita, o de comprenderlos; tampoco al momento de marcharse, y en eso sí un viaje es un cambio en la vida: parte de nosotros queda en la llegada y en la partida. El verdadero viaje no empieza al momento de abordar un avión, o un tren, o un barco, empieza cuando pensamos en él y lo planificamos, pero, cuando llegamos, nos sentimos, a la vez perdidos y en el lugar adecuado.
Se dice que cada casa es un mundo con lenguaje propio, matizado por voces y ritos que se reiteran y entrecruzan con ritmos de metrónomo. De la misma manera, cada biblioteca es un universo que contiene infinitos mundos y cada uno de ellos está habitado por voces, costumbres y ceremonias que se repiten con infinidad de simetrías y variantes; así como para Borges todas las historias que el hombre imagina son sólo cuatro historias reflejadas en los espejos del tiempo. Y en todas ellas es posible perderse, pese a la ayuda de mapas o Google Maps, como nos pasó en el barrio de San Isidoro. Por esto las travesías de hojas desbordantes de historias, que aparecen cuando recorremos estantes pocos frecuentados, es otro viaje de exploración, ahora de pertenencias y recuerdos, también ignorancias y olvidos; es avanzar por una terra incognita de lomos cuasi olvidados y muchos inexplorados libros intonsos. Terra incógnita es un término acuñado por viajeros, aventureros y cartógrafos del medioevo para designar geografías desconocidas para ellos -difícilmente los nativos que habían vivido allí, durante generaciones, pensarían de esa manera- cuando dibujaban mapas y cartas. A su vez estas terrae incognitae, eran acompañadas en mapas y planisferios con decoraciones de animales, conocidos en las geografías vecinas y de allí surgieron dos expresiones que formaban parte de la toponimia medieval: hic sunt leones (aquí hay leones), fue el caso para marcar el interior inexplorado de África, poblado en las cartas con elefantes, cocodrilos y leones. Ya en zonas oceánicas e insulares, los animales dependían de la imaginación del cartógrafo e ilustrador; desconocidos y aterradores monstruos cuyo tamaño podía triplicar al de los veleros: hic sunt dracones (aquí hay dragones).
Hace casi dos años del estallido de la pandemia, han aparecido vacunas que permitirían pronosticar su control en el futuro, por ahora terra incognita. Pero están de por medio las patentes de las vacunas; la avaricia de laboratorios y multinacionales se han transformado en un elemento de presión financiera y también, en el caso de algunas potencias, geopolítica. Ni hablar de liberar las patentes; Muy distinto en 1955, cuando fue reconocido internacionalmente el descubrimiento de la vacuna contra la poliomielitis, en esa oportunidad le preguntaron a su descubridor por la patente; la respuesta de Jonas Salk: “No hay patente, ¿se puede patentar el sol?”.
Quizás se podría trazar un mapa del cerebro de ejecutivos y CEOS de multinacionales farmacéuticas, que han visto multiplicar sus lucrosa cifras siderales con sus vacunas contra el Covid-19, zonas hasta hoy ignotas de la ambición humana, con la leyenda hic sunt hyenae.
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