Al final del canto octavo de Odisea, finalizado un banquete en honor a Ulises, el rey Alcinoo, le solicita que relate los padecimientos que sufrió luego de su partida de Troya, aclarándole que los dioses tejen desdichas a los hombres para que a las futuras generaciones no les falte de qué cantar, en este caso: contar y es lo que hará Ulises a continuación. Pero antes, en La Ilíada, vemos que las desdichas y conflictos de los mortales también sirven de solaz a los dioses, o inmortales, y así Zeus, desde la cima del monte Ida, se regodea por las hazañas y matanzas de Héctor y, más alto aún, desde los montes de Samotracia, Poseidón hará otro tanto con la sangrienta batalla en torno de las naves.
Veintisiete siglos después de Homero leemos en las primeras líneas de Ana Karenina “Todas las felicidades familiares se parecen, pero cada infortunio tiene su aspecto particular”. De padecimientos y desgracias humanas se han nutrido la narrativa, la poesía y la dramaturgia desde sus orígenes al presente.
Una de las funciones que los griegos atribuían a la tragedia y comedia era retratar el comportamiento de los hombres para extraer experiencias didácticas o moralizantes, y así Aristóteles en su Poética aclara que la comedia imita a las personas peores de lo que son y la tragedia, mejores. Siguiendo con este planteo, puesto que tragedia y comedia despiertan emociones y éstas pueden tener un fin pedagógico, suponemos, a la luz de los postulados de Aristóteles, que la literatura puede suscitar respuestas y actitudes compatibles con la convivencia y así suavizar la vida en sociedad. Sin embargo, siglos después, Goethe, en su interpretación de la Poética, concluyó que el público no acude a espectáculos trágicos o cómicos para aprender de los arcanos de la condición humana, sino simplemente para divertirse.
Lo más interesante de esta catalogación de sufrimientos que expone Aristóteles es ver cómo, en primer lugar, un hombre honesto (spouidaíos aner) sólo puede devenir en personaje trágico si es golpeado por los dioses y esto provoca que cometa un error involuntario, producido no por maldad sino por ignorancia (hamartía). Pero la lista de actitudes que llevan al acto trágico no acaba allí; es más compleja, porque Aristóteles no deja de ver que el malvado, con el alma desgarrada y dividida por la discordia, es una personalidad literaria mucho más rica y proteica que la del malvado sin querer, el simplón -hablando en términos de ficción- spouidaíos aner. Y así, con el fin de tipificar el rango de maldades y felonías, diferencia cuando el daño es por un error accidental (hamartema), cuando es un hecho infortunado (atychema); y cuando hay una intención directamente malvada, porque el individuo está dominado por hábitos agresivos o pasiones moralmente censurables (adikema), y este sería el caso de villanos químicamente puros, tal el caso de Lex Luthor y del Joker.
Los griegos, con su mitología y su dramaturgia, empadronaron todos los vicios, miserias y canalladas que pueden realizar las personas; luego, sus instituciones legitimaron el destierro, el asesinato político, la xenofobia y la división en ciudadanos de primera y segunda clase. Pero además, y con envidiable maestría, llevaron al plano poético la actitud humana de divertirse con el padecimiento de los otros y que recién, hacia 1895, los alemanes, con la precisión filológica que los caracteriza, definieron como Schadenfreude, esto es: “la satisfacción o placer sentido al contemplar la mala suerte de los otros.”
En el antiguo crisol mediterráneo grecolatino, donde se funde nuestra cultura, rige un orden mitológico en el que, los primeros canallas que disfrutan con las desgracias humanas son los dioses del Olimpo, y para eso no dejan arbitrariedad por cometer, sea por orgullo y soberbia, simple crueldad o lujuria; ellos son los primeros en la lista de cultores de la Schadenfreude.
Oscar Wilde reflexionó que “cualquiera se puede solidarizar con la desgracia de un amigo, pero se necesita una naturaleza muy fuerte para soportar sus éxitos”, lo cual, de manera velada, significa que si el amigo es un probable competidor, uno puede llegar a disfrutar con sus desgracia. Por su parte, en sus memorias en solfa, Groucho y yo, Groucho Marx, hablando de competencias y puñaladas por la espalda en el mundo del teatro -una película formidable de esta galería de adikemas es La malvada (1950) con Anne Baxter y George Sanders en el rol de dos supercanallas de manual- concluye: “Hasta ahora me he referido a la profesión teatral, pero vivimos en una jungla peligrosa. Y la primera ley de la naturaleza es sobrevivir. Y la mejor manera de sobrevivir es que el rival se estrelle y por desdicha es cierto que nadie es completamente infeliz ante el fracaso de su mejor amigo”.
Ya, en la intimidad de su casa, cada lector o espectador, en su simple rol de spouidaíos aner, ¿quién no se ha divertido con los padecimientos del Lazarillo de Tormes y de El buscón o del caballero de la Triste Figura y Sancho Panza y, en creaciones contemporáneas -aunque ya del siglo pasado-, las antológicas desventuras del inspector Jacques Clouseau en la serie de películas de La pantera rosa?
“La alegría por el mal ajeno es la más placentera” (Schadenfreude ist die schönste Freude), dice un viejo proverbio alemán, quizás ya conocido por Goethe.