En octubre de 2006, Editorial Sudamericana publicó la novela ganadora del Premio La Nación Sudamericana: Bolivia construcciones de Sergio di Nucci. Semanas después el mismo jurado revocó el fallo por plagio a Nada la novela de Carmen Laforet y, pese a que ya era un "mejor vendido" ("best seller"), la editorial retiró el libro del mercado. De inmediato se levantó una polvareda desde algunos sectores de la Academia; con idéntico fervor algunos togados defendían al plagiario, otros lo atacaban. La discusión saltó a suplementos y revistas literarias, blogs y páginas digitales. Las argumentaciones a favor del manilargo literario bordearon el universo de Lucy in the Sky with Diamonds de los Beatles. Esgrimieron desde la libertad del artista al capitalismo censor; desde la propiedad privada al derecho del escritor. Pilotos consumados en singladuras argumentales, todos los defensores de Sergio di Nucci bojearon dos ínsulas semánticas: Robo y Plagio. Finalmente se asilaron en dos embajadas literarias: el "homenaje" y la "intertextualidad".
Y hablando de plagio es interesante tener en cuenta su etimología. La palabra viene del latín plagiarius, cuyo significado fue variando con el tiempo en la cultura romana. Al principio el término refería de manera lisa y llana al saqueador, en la época de Augusto el significado tuvo dos desplazamientos metonímicos: el primero pasó a referirse al ladrón de esclavos o al secuestrador de hombres libres para venderlo como tales; el segundo es el que pervive hasta hoy. Desde sus orígenes el plagiarius estuvo identificado con el robo y el tráfico de esclavos. El resto son matices, porque se sabe que "el hombre es amo de las palabras que calla y esclavo de las que pronuncia" -o escribe, y esta acotación merece como cierre otro latinajo, verba volant, scripta manent.
De los escándalos por plagio de autores publicados por grandes editoriales recuerdo otros dos casos explosivos. El primero, en 2012, cuando Alfredo Bryce Echenique, en vísperas de recibir el premio de la Feria Internacional del Libro en Guadalajara, cosechó el repudio de los escritores mexicanos quienes se encargaron de difundir la extensa lista de sus escandalosos, inmorales y probados robos literarios. Doce años antes, la editorial Planeta había retirado de circulación la opera prima de Ana Rosa Quintana Sabor a hiel. Fue debut y despedida, en este caso se probó que la mechera había plagiado a Danielle Steel (¡?) y Angeles Mastretta (¡?). Frente a este escándalo previo, quizás hasta se pueda justificar el premio de la FIL de Guadalajara a Bryce Echenique ya que éste sólo hurtó a escritores de fuste.
En La Habana para un infante difunto, Guillermo Cabrera Infante cuenta de sus intenciones ocultas -expresar un mensaje amoroso que no se atrevía a redactar de otra manera- cuando le presta El amante de Lady Chatterley a su amiga Dulce Espina. Como respuesta a este avance literario erótico, Cabrera Infante recibe de vuelta el libro lleno de anotaciones, la más deliciosa correspondía a la frase “Se ponía el sol”; Dulce la había marcado con la observación: “Plagio de Horacio Quiroga”. Con este primer round erótico crítico-literario el autor nos coloca, en solfa, en el medio de tópicos que ya había desarrollado con virtuosismo en Tres tristes tigres; específicamente en el capítulo: “La muerte de León Trotski referida por varios escritores cubanos años después -o antes”. Estos tópicos de Cabrera Infante son: "escribir a la manera de”, la parodia, el tratamiento de la misma historia por distintos autores o puntos de vista. Esto nos lleva al tema de la influencia, el homenaje o el plagio.
Entre “La muerte de León Trotski...” y el primer relato escrito conocido, median casi cinco mil años de literatura oral y escrita y, mientras no aparezca algún documento que pruebe lo contrario, el único texto que puede permanecer libre del sambenito de la influencia y jactarse de ser original es El cantar de Guilgamesh; de esta creatio ex nihilo de las bellas letras desciende todo lo que hoy entendemos como literatura. Siguiendo con el juego de Cabrera Infante en un trabajo más puntilloso, en La Habana para un infante difunto Dulce Espina podría haber anotado en su Biblia, en Gen. 6-12 16 (El Diluvio): “Plagio de Guilgamesh, ¡Noé es Enkidú!”.
En La angustia de las influencias, Harold Bloom define el grupo básico en que se pueden clasificar los ascendientes literarios. El motivo de este trabajo es reflexionar sobre la desazón que padecen los poetas el ser conscientes de que ya se ha escrito sobre todo. Pienso en el trabajo de Bloom y fabulo que, a partir de El cantar de Guilgamesh, se ha venido tramando, a lo largo de los siglos, un laberinto de influencias, glosas, homenajes y plagios. Sucesiones de escrituras y reescrituras en bustrófedon, que van y vienen, aparecen y desaparecen como un pentimento o un iceberg que da una vuelta de campana mostrando la parte oculta de su masa; enriqueciendo o degradando, a medida que van pasando los siglos, historias, motivos y argumentos. De mis lecturas y notas del último medio siglo rescato algunos ejemplos.
Quevedo era corto de vista -su nombre designa a ese tipo de anteojos que los franceses llaman pince nez-. Sin embargo, veía bastante más allá de sus narices cuando, en relación a sus lecturas de los clásicos dijo: “vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos”. Sor Juana, condenada a ver el mundo desde los límites de su clausura, estuvo en resonancia literaria y espiritual con Quevedo cuando escribió “escúchame con los ojos”; la monja jerónima también tiene ecos con el Góngora de “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”, cuando lo contrapunteó con su “es cadáver, es sombra, es polvo, es nada”.
Por su parte, Pablos, el protagonista de El Buscón, de Quevedo, a propósito de un compañero que, a fuerza de plagios, quiso devenir comediante y autor de una obra que fue un fracaso nos cuenta: "Díjome que jurado a Dios que no era suyo nada de la comedia, sino que de un fragmento tomado de uno, y otro de otro, había hecho esa capa de pobre, de remiendos, y que el daño no había estado sino en lo mal zurcido."
Es que “los poetas son ladrones unos de otros”, como reflexiona el Gobernador en El retablo de las maravillas. Un viejo refrán criollo dice: "Acá son todos mancos, pero falta el poncho", tal fue el caso de Cervantes que no fue manco al momento de copiar y se curó en salud con su Retablo de las maravillas, porque el argumento lo tomó del “Enxiemplo XXXII” -del Infante don Juan Manuel- “De lo que contesció a un rey con los burladores que fizieron el paño”, idea que el Infante rescató de un cuento árabe. El Infante -Juan Manuel ya que no Guillermo Cabrera-, tampoco fue lerdo a la hora de meter su pluma en los tinteros de ideas ajenas; copió a todo el mundo, hasta los persas, como hizo en su “Enxiemplo XXXV. De lo que contesció a un mancebo que se casó con una mujer muy fuerte et muy brava”; Enxiemplo que graciosamente reescribirá Shakespeare en su La doma de la arpía. Quizás por eso, para curarse en salud, Cervantes sentó jurisprudencia en El viaje del Parnaso cuando alertó: "Se advierte que no ha de ser tenido por ladrón el poeta que hurtare algún verso ajeno, y lo encajare entre los suyos, como no sea todo el concepto y toda la copla entera, que en tal caso es tan ladrón como Caco."