El género picaresca deriva de narrar aventuras de pícaros y tiene características fundamentales: aventuras de un granuja de origen humilde, hijo de padres presos, que sobrevive sirviendo a un poderoso y, ante su fracaso, termina como ladronzuelo y estafador de poca monta. Dentro de los rasgos estilísticos están: narración en primera persona del antihéroe que cuenta sus desventuras y critica en tono de guasa injusticias de la época (Castigat ridendo mores).
La picaresca es patrimonio del Siglo de Oro español con tres hitos: El lazarillo de Tormes (1535), Guzmán de Alfarache (1599-1604) y La vida del buscón (1629). Su influencia se hizo sentir, en el siglo XVIII, Inglaterra fue una de las primeras receptoras con Moll Flanders (1722) y Tom Jones (1749), de allí se catapultó a otros idiomas y culturas y perdura hasta el presente, como muestra: Confesiones del estafador Felix Krull (1954).
La historia contada y recontada del marginal que subsiste con delitos menores pero severamente castigados en la época, tiene sus matices. A veces se dan vuelta las tornas; el protagonista es víctima de otros estafadores, o es encarcelado por sus fechorías. Otro elemento indispensable del género es ser novela de formación o aprendizaje (bildungsroman). El protagonista, a medida que pasa de la adolescencia -por lo general con distintos compañeros de aventuras, que cumplen el doble rol de explotadores y maestros- a la madurez, gana en sabiduría y, hacia el final, cuando ha sentado cabeza, nos cuenta, en un relato en primera persona, su vida y andanzas.
Los antecedentes de la picaresca se remontan a la literatura clásica -hay pasajes en Satiricón de Petronio, El asno de oro de Apuleyo, comedias de Plauto y Terencio y algunos relatos de Luciano de Samosata-; con el fluir del tiempo, límites y reglas de escritura evolucionan y se dilatan. Así tenemos rasgos del género en dos protagonistas de Mark Twain: Tom Sawyer y Huckleberry Finn, fundamentalmente en Las aventuras de Huckleberry Finn (1884) que reúne los requisitos: novela de formación, de costumbres, crítica social y moral; narración interpolada con historias autónomas. La evolución continúa; los relatos no serán necesariamente en primera persona o toman otro soporte narrativo, como en la película Nueve reinas (2000).
Uno de los secretos de la pervivencia y evolución de la forma es que, si bien los relatos tienen impronta pretendidamente pasatista y “popular”, el fuste de los autores que han incursionado y sus mensajes revelan otra cosa. Oxímoron narrativo que se da en el contenido y carácter bifronte del género: relato cómico que enmascara una descarnada crítica moral y social. Así, la novela picaresca admite dos niveles de lectura: el lúdico y el que abre espacios de reflexión.
Este doble juego de gusano que se metamorfosea en mariposa, de peón que se corona en dama, lo anuncia y denuncia Mateo Alemán en el prólogo de Guzmán de Alfarache, concretamente en dos de las dedicatorias. La primera: “Al vulgo”, donde alude al tópico de Horacio “Odio al público ignorante y me alejo de él” (Odi profanum vulgus, et arceo); la segunda: “Del mismo al discreto lector”, donde explicita sus propósitos: “Haz como leas lo que leyeres y no te rías de las consejas (cuentos o relatos) y se te pase el consejo, recibe lo que te doy y el ánimo con que te lo ofrezco y no lo eches al muladar del olvido”.
En Parque jurásico (Jurassic Park) -la excelente novela de Michael Crichton, no la olvidable antología de efectos especiales de la serie de películas que sobrevinieron- se extrae de mosquitos petrificados en ámbar el ADN contenido en sangre de animales extintos, y con él se clonan nuevas especies. De la misma manera, con una vuelta a textos clásicos, o formas narrativas que estos desarrollan, clonamos y actualizamos conflictos y angustias congénitas a los humanos: celos de hermanos en el asesinato de Abel; privilegios de la primogenitura con Jacob y Essaú; viajes a países imaginarios o relatos de mentirosos. Remontar el hilo de estas historias, de contadas y recontadas ahora contemporáneas, es el renacer de la inspiración y el arte. ¿Qué otra cosa sino una vuelta a la Anábasis de Jenofonte fue el regreso de los varados en el exterior al comienzo de la cuarentena por el Covid, 19 cuando afrontaron el difícil retorno a sus hogares? Como en El Danubio de Magris, remontar viejas historias nos acerca a los orígenes del río, una canilla en la ladera de un monte.
No todo fluye como el río -de Magris o el de Heráclito-, como el lago Estínfalo, a veces las aguas se estancan y emponzoñan; hay historias y protagonistas que, al narrarse remozados, se contaminan con el cristal de la actualidad y los protagonistas son políticamente afinados a leyes de la mercadotecnia como correctos, salvadores y mesiánicos, pero tóxicos y adocenados o peor, vendidos como si fuera oro fino -armadijos y añagazas de la mercadotecnia-. En este momento, en un concierto internacional y en distintos frentes, políticos y bélicos; ahora, como una alarma, suena la primera dedicatoria, “Al vulgo”, de Guzmán de Alfarache. Y también una reflexión de un autor contemporáneo, cuya obra no he leído y de la cual hay pocas referencias; sin embargo es muy conocida la cita de una novela suya.
El autor, Waldemar Lysiak (1944), polígrafo polaco, reconocido por su aversión a los regímenes totalitarios y cuyas críticas se asemejan a las de George Orwell. La novela se llama Statek (1994), de la cual no tengo más datos, y es probable que su existencia sea tan veraz como las bibliografías borgeanas o el Necronomicon de Lovecraft.
La reflexión de Lysiak, se afina con estos rebrotes de totalitarismo y mediocridad, porque dialoga en el tiempo con el Guzmán de Alfarache y su odi profanum vulgus et arceo. Dice Lysiak: "If majority is always right; let's eat shit... millions of flies can't be wrong" (Si las mayorías siempre tienen la razón, comamos mierda… millones de moscas no pueden estar equivocadas).
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