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daniloalberovergara 3/15/2021 8:11:31 AM
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Danilo Albero Vergara escritor argentino
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Tags literatura literatura latinoamericana literatura hispanoamericana narrativa argentina Danilo Albero Vergara escritores argentinos escritores latinoamericanos novelas de escritores argentinos
 
Literatura, relatos, crítica, comentarios sobre libros.
 

El infinito es un junco es uno de los libros que leí al final de año pasado; delicioso, bien escrito y con una capacidad de relacionar ámbitos distintos como narrativa, políticas culturales, ciencia, ensayo y cine. El texto me cuestionó en mi rol de lector omnívoro y llevó a la reflexión de Holden Caulfield en El cazador oculto (traducción que prefiero a El guardián entre el centeno, versión literal del título en inglés), sobre el pensamiento de Holden Caulfield y es que un libro es verdaderamente bueno cuando se siente deseos de juntarse con el autor para hablar sobre él. De la misma manera, me encantaría conversar con Irene Vallejo sobre El infinito es un junco, en el que sólo -a riesgo de que me tilden de machista- veo una ausencia; en su larga enumeración de la afinidad de la escritura con libros sagrados omite El Corán cuando en la Sura 96 nos dice: “¡Recita! Tu señor es el munífico, / Que ha enseñado al hombre el uso del cálamo (a escribir), / ha enseñado al hombre lo que no sabía.”

De manera inconsciente, o influenciado por Irene Vallejo, debuté en enero 2021 leyendo y releyendo obras literarias de mujeres, y separando las que tenía pendientes, para, de manera ineluctable, recaer en el primer dramaturgo en denunciar violencia de género, que nace -me atrevo a decir que es la impronta- con la mitología greco romana. Zeus se enamoró de su hermana Hera y la cortejó sin éxito hasta que, transformado en cuclillo -pájaro extraño y algo feíto y al cual no tocaría ni con una caña- empapado. Movida por la ternura, Hera lo refugió en su seno; en ese momento Zeus asumió su figura normal y la estupró; ella, deshonrada, tuvo que aceptar casarse con él; y esto, aún hoy, sigue siendo historia cotidiana. Esta actitud se repite con los dioses olímpicos que eran violadores seriales y no solamente de mujeres, Ganímedes puede dar fe de ello -en el óleo de Rembrant, Zeus, además, es representado como un pedófilo, metamorfoseado en águila en el momento del rapto de Ganímedes bebé quien, llorando aterrado, se orina de miedo-. Dos diosas mantendrán su independencia y estarán a salvo de estos desmanes, a cambio de estos atributos son vírgenes y de una crueldad extrema: Artemisa (o Diana) y Atenea (o Minerva). Por otro lado, las protectoras de todas las formas del arte y saber serán las Nueve Musas cuya herencia se mantiene hasta hoy en los templos de la cultura y la ciencia, museos o lugar consagrado a las Musas.

En Un cuarto propio, Virginia Woolf nos cuenta de la situación de las mujeres en las universidades inglesas a finales del siglo XIX y comienzos del XX. A tal fin relata sus experiencias ambientadas en una universidad ficticia, Oxbridge. Nos enteramos que para entrar a una biblioteca necesitaban ir acompañadas de un profesor o, en su defecto, provistas de una carta de presentación; en el comedor, los hombres bebían vino y las mujeres agua. Más adelante reflexiona en el rol de la mujer a lo largo de los siglos como “un espejo” donde, en virtud de su ausencia, los hombres ven su imagen dos veces agrandada y, entre otros, cita a Napoleón y Mussolini, que enfatizan en la inferioridad de las mujeres –porque si ellas no lo fueran ellos no serían superiores–. El nudo de su ensayo es la conclusión que da origen al título: a lo largo de la historia las mujeres han tenido menos libertad intelectual que los hijos de los esclavos atenienses. Escrito diez años después de que las mujeres obtuvieran el derecho a voto en el Reino Unido, Virginia Wolf nos demuestra que, en su momento -y quizás también en este- la única manera de salvaguarda segura para una escritora seguía siendo dinero y un cuarto propio.

En el siglo V antes de Cristo, Eurípides transmitió en muchas de sus tragedias, cómo los hombres, espejo de los dioses, ejercían la violencia de género, entre otras: Medea, Las troyanas y su continuación, Hécuba. La trama de las dos últimas es simple en crueldad. Tras la derrota de Troya, los griegos arrojan desde lo alto de la muralla al hijo de Héctor y Andrómaca y sortean a las cautivas de alto rango: Andrómaca para el hijo de Aquiles, Neoptólemo; Casandra para Agamenón. La reina Hécuba, que había perdido varios hijos en la guerra, fue asignada, junto con la hija Políxena, como esclava de Ulises. Implacable, Neoptólemo exige el sacrificio de Políxena sobre la tumba de su padre. La escena sacrificial pareciera haber sido escrita por Virginia Woolf, la joven se abre el peplo y ofrece su cuello, luego de ser degollada y, en su último estertor, lo vuelve a cerrar “ocultando lo que es menester a la mirada de los varones”.

Cuatro siglos después de Eurípides, Ovidio volverá sobre la historia de Hécuba cuando, como última desgracia, descubre en la playa el cadáver de su hijo que había enviado a Tracia y cuyo rey, luego de haber recibido el dinero para hacerse cargo del niño, lo arrojó al mar. En ese momento el rey se hallaba, con su cortejo, junto a los griegos. En un acto desesperado, Hécuba hunde sus dedos en los ojos del asesino y lo ciega. El cortejo le arroja piedras y ella toma una con los dientes y quiere hablar, pero ladra y aúlla.

Desde Metamorfosis hasta el presente, los ladridos de esa madre desesperada, que son los aullidos de todas las mujeres humilladas y violentadas a lo largo de siglos, resuena con cada acto de violencia de género. Desgraciadamente, y pese al masivo reconocimiento de sus derechos y la toma de conciencia de la sociedad, ellas siguen cobrando salarios más bajos que los colegas hombres, siendo víctimas de acoso laboral, y con tasas de feminicidio que no paran de crecer.





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