Lunes 6 de mayo; esta mañana, cuando subí al subterráneo en Plaza Italia, encontré un asiento libre al lado de la puerta que separa a dos vagones, inusual a las once de la mañana. Arrinconado contra el tabique saqué del bolso libro y lápiz; retomé la lectura de Utópicos pioneros y lunáticos, relatos de viaje a la luna, previos a Julio Verne, selección y prólogo de Carlos García Gual y David Hernández. Escudado en un texto de la antología, El descubrimiento de un mundo nuevo en la luna de Wilkins, observé al muchacho, sentado a mi izquierda. Unas 20 o 22 primaveras con celular de última generación entre manos -esos que se pliegan como una libreta-. Estaba conectado con auriculares intraurales; me impresionan.
Supe que volvería a reincidir en mi obsesión de voyeur y observé al resto del pasaje. En frente de mí, parada y de espaldas, una joven con una ceñida y minúscula remera con breteles finos para resaltar su anatomía y lucir, en el omóplato izquierdo, un tatuaje que me pareció insólito y fuera de lugar -mejor dicho de piel-; recordó vagamente al añejo Ecce Momo. Era demasiado, opté por regodearme con mis vecinos de vagón y tomar notas en la portadilla.
Él escuchaba música, a un volumen tan alto que se oía sin auriculares, imaginé las ondas sonoras atravesando los canales auditivos haciendo eco en la caja craneana y fluyendo por todos los poros. Atrincherado en mi libro lo espié a piacere. Seguía el ritmo con la cabeza, miraba embobado el teléfono y, con exagerado fetichismo, acariciaba los bordes redondeados con la punta de los dedos.
Idas y venidas del fluir de la conciencia: “Abril es el mes más cruel”, con esta nota en la cabeza tuve claro que antes de empezarla debería ver el comienzo de The Waste Land; lo hice. “April is the cruellest month, breeding / Lilacs out and the dead land mixing, / Memory and desire, stirring / Dull roots with spring rain”. En aquel momento pensé que también abril puede engendrar Golems como mi compañero de asiento. Refugiado detrás de la fingida lectura, como acechándolo por el ojo de una cerradura, lo estudié de reojo con curiosidad de entomólogo. Continuaba su magreo al celular, no pude imaginarlo tratando ni a su schlong con semejante ternura. Contestaba un mensaje de WhatsApp. Levanté la vista hacia Ecce Homo, hacía equilibrio sobre las piernas mientras, con sus pulgares, enviaba mensajes de texto. He visto tatuajes peores, por lo menos este era en tonos azulados.
Tranquilo, estudié el omóplato izquierdo; aunque borroso, definitivamente el dibujo era una copia de la malhadada restauración del mural del Cristo -el original ya es deplorable- de Borja, perpetrado por una octogenaria. Ya en casa rastrée el año del incidente que había seguido con interés; 2012. Por el resultado, fue una de las noticias más ridiculizadas del año, logró empeorar -lo cual parecía difícil- el mural, que fue rebautizado por la maledicencia popular como “Ecce Mono”. En aquella época seguí entusiasmado la noticia y las derivas y lo asocié con víctimas del exceso de cirugías estéticas y bótox. Ahora pensé relacionarlo con famosos deformados por obra y gracia de sucesivas cirugías estéticas y el ácido hialurónico, transformados en ecce feminae y ecce homines de la pantalla: Sylvester Stallone, Donatella Versace, Cecilia Roth, Alejandro Dolina.
Por aquellos años del Ecce Mono, también me enteré de que el Cristo de Borja está inspirado en el Ecce Homo, de Guido Renni. Mi mejor recuerdo de “el Guido” es una de las mujeres, tomada de La matanza de los inocentes, en el Guernica de Picasso. La luz del entendimiento me hace ser muy comedido sobre el resto de la obra de Renni.
Detrás del volumen de Utópicos pioneros y lunáticos… seguí fisgoneando hacia mi izquierda. Siguió con sus mensajes: “Agus sabemos que lagregraste” -se le disparó, sin preocuparse por corregir lo escrito continuó con la seguidilla de errores-, “la agregaste la” -se le volvió a disparar, continuó-, “la mentira sacavó”. Con una sonrisa de satisfacción cerró WhatsApp y empezó con un juego.
Llegando a la estación Tribunales, me levanté y vi con más claridad el tatuaje de Omóplato Izquierdo. Desgraciada reproducción de la foto del Che tomada por Korda. Lo único que se veía menos borroso era la estrella de la boina. Realmente el trabajo del dibujante transformó a la icónica fotografía en otro ecce mono, pero del arte del tatuaje. Uno de los textos de Luciano reflexiona que los toros deberían tener los cuernos debajo de los ojos, así podrían ver bien donde clavarlos. La portadora de ese dibujo en la espalda era un caso semejante, no podía verse a sí misma; el tatoo era capaz de arriarle la libido inflamada por un subidón de Viagra al mismísimo Giacomo Casanova.
Un repentino corte de luz en el vagón y, por algunos segundos, se vieron las pantallas iluminadas de celulares. Luces espectrales alumbraron los rostros de los propietarios.
Antes de bajar vi a otro muchacho sentado con auriculares descomunales que le cubrían desde los temporales hasta la articulación de la mandíbula. El cable, algo corto, se perdía dentro de la mochila que llevaba sobre las rodillas y lo obligaba a mantenerse agachado encima de ella.
Idas y venidas del fluir de la conciencia, su postura me recordó el bronce de Frederick Remington que vi en el Met de New York: un minero subiendo por una pendiente escarpada que tira de las riendas de la mula que, cargada, lo sigue. El ángulo de la cabeza de la mula, muy parecido al del muchacho, sólo que en vez del minero era tironeado por su mochila.
Frederick Remington fue un canalla, pero dibujó y esculpió los mejores caballos en movimiento que he visto; es una técnica muy difícil. Por eso veo las pinturas y bronces ecuestres que puedo, pese a tener la opinión de que caballos y mulas son animales desagradables, impredecibles por los dos extremos y totalmente incómodos en el medio.
Ya en la calle, todavía aturdido por los intraurales de mi compañero, pensé si el viaje no resultó una glosa anacrónica de Cuadros de una exposición, la suite musical de Modest Mussorgski.
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