La mañana se había dormido bajo el sopor del mediodía cuando Julia se asomó a la terraza. Enceguecida por el resplandor del sol, que caía en línea recta sobre las baldosas,
caminó hasta el reparo del pequeño alero y con alivio apoyó el canasto que cargaba en los brazos.
Desde allí observó las sogas tendidas de punta a punta. Una nube de vapor, casi imperceptible, se desprendía del bulto a sus pies envolviéndola con su aroma a jabón perfumado. Julia sintió que el calor le apretaba el pecho. Con un impulso se agachó a recoger una de las sábanas y la llevó hasta las cuerdas desnudas evitando que las puntas tocasen las baldosas ardientes. Que los bordes no rocen el suelo, decía la abuela mientras afirmaban un extremo de la sábana y después el otro, hasta que la tela, tensa en su anchura, quedaba ondulando al viento.
Las mejillas de Julia se humedecieron. Durante años creyó que la vida se trataba de eso, de la repetición de gestos, y los ojos se le escaparon tras el recuerdo de la vieja silla de madera que se mecía al compás de las palabras y el de la voz que contaba historias.
Julia regresó al filo de la sombra. Sedienta, se acercó a la pileta de piedra gris. Una hilera de hormigas serpenteaba entre las grietas descascaradas. Abrió la canilla para, enseguida, sumergir la cara bajo el chorro fresco. El agua se deslizó por su frente y le mojó los párpados; resbaló por su piel hasta aliviarle los labios. Cerró los ojos. Al abrirlos, inclusive la hilera de hormigas había desaparecido. Ningún sonido, ninguna sombra quebraba esa hora de la mañana.
Despacio, volvió junto al canasto y tomó la otra sábana. Otra vez, y sosteniéndola con cuidado por una de las puntas, la acomodó cerca de la otra ya tendida. Le bordé tus iniciales ?las letras festoneadas resaltaban sobre las sábanas blancas?, le había dicho ella unos días antes de que Julia se casara.
Ese día se habían sentado, como en los viejos tiempos, en la antigua casa que la abuela no había abandonado. Allí vivía junto a sus estrellas federales y sus limoneros
perennes; allí continuaban, inquietas, sus manos, ocupadas en las tareas de siempre. La abuela había acercado su silla y Julia se había echado a sus pies, pero aquella vez para reconocerse de otra manera, más profunda, distinta a la que estaban acostumbradas. Los dedos amorosos comenzaron a deslizarse por su cabeza y Julia había pensado que, quizás, evocaban un tiempo perdido. Casi se había quedado dormida, arrullada por esa caricia de la
mano sobre su pelo.
Dicen que las sábanas hay que lavarlas a la hora del mediodía para que lo más pronto posible dejen escapar sus secretos, pero yo creo que las mujeres nos hemos perdido en esas tonterías. Las últimas palabras lograron que Julia saliera de su adormecimiento. Con curiosidad, había mirado a su abuela para descubrir que sus ojos, ahora mudos,
resplandecían, sin embargo, con un brillo intenso. Sin embargo, en ese momento no se había atrevido a preguntar lo que eso significaba.
Han pasado muchos años desde esa tarde, pensó Julia al buscar el reparo de la sombra y sentarse sobre el canasto invertido, las piernas atrapadas entre los brazos húmedos.
Habían pasado muchos años desde aquella tarde que culminó en silencio y muchos más debieron transcurrir para comprender.
Las mujeres al sol, las sábanas al viento. Lavar las huellas, eternamente, con esmero, sobre las piedras que el río talla cada día; que las manchas desaparezcan, que no queden rastros de todo eso; que la fuerza del calor arrebate los rostros y se lleve las marcas. Julia miró sus propias sábanas y no se sorprendió al escuchar el rumor suave que se filtraba a través de ellas.
Los años para comprender.
Nunca había estado tan alerta. Quizás porque era esa hora muerta del mediodía en la que ningún otro sonido ni ninguna otra sombra, más que una delgada línea que se recortaba sinuosa sobre las baldosas, quebraban el momento.
Nos hemos perdido, distraídas, la oportunidad de reconocernos en esas propias huellas, recordó que entonces había terminado de decir aquella vez la mujer que le acariciaba la cabeza y Julia, cerrando los ojos, volvió a escuchar su voz y se entregó con placer al murmullo creciente de las sábanas, aún húmedas