Finalmente, le dijeron que era muy tarde para resolverlo y mientras se despedían, apurados y expeditivos como siempre, agregaron que ella, sobre todo ella, debía comprenderlos: lo que les pedía era una locura.
Después, sin más que discutir, se fueron y María Rosa se quedó sola sintiendo sobre sus hombros el peso de la sala vacía. Para los directivos, su solicitud no había tenido lugar en la agenda de los pendientes y entre las cuestiones del presupuesto.
Convocarlo era algo impensable, una locura. Esas palabras usaron para repetírselo otra vez.
Ellas no se lo merecen, pensó mientras buscaba en el bolsillo su celular aunque enseguida recordó que al comienzo de la reunión lo había dejado dentro del bolso. Para cuando lo encontró, tenía una llamada perdida y un mensaje. Poniéndose los anteojos, María Rosa leyó: Gracias por avisarme, allí estaré. Roberto.
¿Roberto…? ¿Quién es Roberto?, se preguntó intentando ubicar ese nombre. Pronto lo olvidó, vencida por el fastidio que le había provocado la reunión.
Fue Carmen quien le planteó la idea junto con el resto de cabezas blancas como copos de algodón agrupadas a su alrededor.
Y María Rosa se había entusiasmado a medida que la escuchaba aunque su primer consejo fue tener paciencia porque por el momento solo se trataba de un sueño.
Conocía bien a Carmen, había sido una de las primeras mujeres en llegar al hogar; y eso había sido mucho antes de que lo hiciera Justina. Desde ese entonces había surgido una profunda amistad entre las dos ancianas, una cuidando de la otra, sosteniéndose en sus respectivas soledades. Cuando Justina enfermó, Carmen fue la gestora de ese anhelo que pronto comenzó a circular por los pasillos: él debía enterarse.
La tarea de María Rosa –tarea que, decían las abuelas, no podía ser tan difícil– era presentar la propuesta con los directivos lo antes posible, porque el tiempo no jugaba a favor de Justina.
Y así lo había intentado aunque sus palabras se perdieron impotentes frente a la burocracia y los libros de balance. María Rosa había planteado el pedido a la Junta en tres oportunidades y esta mañana había sido la cuarta. La primera vez, las abuelas habían protestado. ¿Quiénes se piensan qué son esos hombres? ¿Qué piensan qué somos?, ¿no entienden que ella no puede esperar?
No creo que este nuevo fracaso sea bueno para el ánimo de las abuelitas, pensó mientras guardaba el libro de actas y retiraba los restos de miga de la bandeja de sándwiches.
Sin embargo esa tarde al regresar al hogar, ninguna de las abuelas le preguntó sobre el resultado de la gestión ni le mencionó el tema. Y esa indiferencia misteriosa se mantuvo también en los días que siguieron.
Tal vez, se convencieron de lo imposible, quiso convencerse, María Rosa.
Por otro lado, Justina se había puesto más delicada.
María Rosa la visitaba todos los días. Se sentaba junto a ella, acariciándole la mano mientras sus ojos recorrían las fotos del ídolo pegadas en la pared del cuarto, sobre todo la que lo mostraba con su chaqueta colorada y brillante, abrazado a una Justina casi irreconocible en su delantal y cofia almidonada; una Justina joven, más gordita y sonriente.
María Rosa sabía poco sobre esa foto. En realidad conocía, como todas, la versión que les había contado Carmen. Desde aquella vez que comenzó a circular esa historia, ese
cuarto se había transformado casi en un santuario para las abuelas. María Rosa las había dejado hacer y en varias oportunidades había observado el fervor, casi adolescente, con que se juntaban a escuchar la voz inconfundible de su astro.
También ella una noche al regresar a su casa, había buscado en una caja el viejo longplay que ya no tenía donde hacerlo sonar y entonces recordó:
La noche se perdió en tu pelo...
la luna se aferró a tu piel
y el mar se sintió celoso
y quiso en tus ojos, estar él también...
María Rosa terminó de apagar las luces de la sala y echándose un saco sobre los hombres, buscó sus carpetas y el bolso. Mientras salía, volvió a mirar su celular pero ese día ya no hubo más mensajes.
La mañana del domingo era una de las más importante para las abuelas, quizás porque había algo de religioso en esas horas o porque además la soledad era más evidente para todas. María Rosa trataba de no faltar los domingos. Llegaba temprano al hogar para acompañarlas, en la medida de lo posible, en cada uno de sus pequeños rituales.
Hacía varios años que su viejo auto (tan viejo como los viejas con las que trabajo, decía muchas veces como si esa empatía le significara un consuelo) se estacionaba solitario a la sombra del único árbol del patio. A diferencia de los demás días, María Rosa no cargaba sus carpetas ni su uniforme de trabajo. Y tampoco lo hacían las empleadas.
_ Tiene que ser una día especial _ les decía cuando las contrataba_ . Y también nosotras tenemos que vivirlo de esa manera.
Esa mañana se bajó del auto y recorrió el sendero de lajas, indiferente al descuido crónico del jardín. Cruzó por delante del edificio principal, observando las persianas bajas de la sala de reuniones y las de su propio escritorio, y ya cerca de la puerta del hogar, se sorprendió con las dos empleadas que la interceptaron con ansiedad.
¡Justina!, temió María Rosa al verlas.
_ ¿Justina? _ preguntó.
_ Sí, ¡Qué suerte que llegó! _ contestaron al unísono las mujeres retorciéndose las manos.
_ ¿Ella..? _ les volvió a preguntar con aprensión.
_ Sí. Ahhh, pero no se asuste _ la tranquilizaron enseguida.
_ Entonces ¿qué?
_ ¡Que Él vino a verla!¡Que Él vino a visitarla!
_ ¿Cómo Él…? ¿Quién?
María Rosa fue incapaz de esperar la respuesta y atravesó corriendo la entrada. Avanzó por los pasillos desiertos y las mesas con los desayunos sin terminar sintiendo el corazón golpeándole el pecho. Las abuelas la esperaban en la puerta del cuarto de Justina y, con ansiedad, les pidió permiso para pasar.
A la primera que reconoció fue a Carmen, que emocionada le hacía señas para que se acercara, y después lo vio a él.
El perfume penetrante de su voz parecía ocupar todo el cuarto. Las mangas anchas de su camisa rozaban con cada caricia las sienes blancas de Justina, mientras, a su alrededor, algunas abuelas, que habían conseguido arrodillarse, se persignaban con devoción como si se encontraran ante su dios.
María Rosa se quedó de pie, embelesada, incapaz de pronunciar una palabra; y así hubiera permanecido por siempre si no fuera porque él se le acercó para hablarle.
_ ¡Un gusto conocerla! _ dijo extendiéndole la mano_ . María Rosa, ¿verdad? Espero le haya llegado mi mensaje, pero si no fue así, quiero darle las gracias. ¡Muchísimas gracias por avisarme!
María Rosa sintió que le ardían las mejillas, sus dedos de pronto atrapados entre los del hombre de ojos seductores.
_ Y ahora, si usted nos permite _ le propuso de inmediato, pero sin romper el hechizo_ quiero cumplir con lo que les he prometido a estas damas.
Y girando sobre sus talones, María Rosa lo vio volver junto a la cama donde Justina, ya dormida, lo aguardaba con una sonrisa.