En alguna declaración García Márquez hizo notar, hiperbólicamente, que, en su oficio de narrador, se peleaba a trompadas con las palabras; lucha que otro escritor, antes que él, definió, elegante y sutil: “búsqueda de le mot juste”.
Esta reflexión de García Márquez se volvió leyenda urbana que muchos escribidores suelen repetir. Recuerdo al malogrado Ringo Bonavena y pienso si no es prudente tener cuidado con este tipo de metáforas boxísticas. Ringo reflexionó “cuando te subís al ring hasta el banquito te sacan”, uno se queda solo frente al rival. Los que hemos frecuentado el ring, vendajes, protectores bucales, guantes y cabezales acolchados, tenemos en claro algo fundamental en el mundo de las piñas: es más fácil pegarle a nuestro adversario que evitar que este nos pegue. Por eso pienso si a los glosadores de García Márquez, afines a emprenderla a trompadas con el alfabeto, no les termina pasando aquello que decía Miguel Ángel Castellini en su mítico gimnasio de box, cuando comentaba algún match visto por televisión, y el árbitro hizo la cuenta obligatoria antes de reanudar la pelea, al cual gloso: “a este las palabras no lo noquearon, pero, cuando se levantó, el árbitro le contó hasta ocho apoyado contra las cuerdas”. Por eso, a la hora de los robos, que en artes suelen estar entreverados en una promiscua sumatoria de vocablos: exégesis, robo -o el más elegante término de la crítica “plagio”-, influencia y homenaje.
Lo cierto es que, en la pelea solitaria, que también puede ser a garrotazos como en el cuadro de Goya, del creador con la página -o la pantalla- en blanco vale todo, empezando por lo más a mano, reescribir, hacer un homenaje o plagiar. Estas añagazas no son patrimonio de las letras, Picasso decía: “los malo pintores copian, los buenos roban”.
Vale todo, decía: hacerle pisar el poncho a la inspiración, echarle tierra en los ojos o los golpes bajos. Como el derecho a devolver un golpe bajo, reivindicado por Phelem-ghe-madone, el boxeador desahuciado, frente a Helmsgail, favorito en las apuestas. A este golpe bajo, devuelto en la campiña inglesa del siglo XVIII en El hombre que ríe, vuelve Hemingway, calzado con sus botas de siete leguas, y lo ambientará en el Bronx de los ‘30 del siglo pasado. Ahora, el encargado de devolverlo es Jack, un negro, también boxeador desahuciado, frente a otro favorito en las apuestas, un joven de origen polaco. De esta revancha literaria surge “Fifty Grand” (Cincuenta de mil), uno de sus cuentos más célebres.
“El que le roba a un ladrón tiene cien años de perdón” debe haber pensado Gustav Hartford. Lo cierto es que la granada que explosiona bajo los pies de “El Guasón”, protagonista de la novela Un chaleco de acero, en la guerra de Vietnam, es la misma que había detonado, cincuenta años antes, en la batalla de Caporeto en los Alpes italianos, pero sobre la espalda de Fred Henry, en A Farewell to Arms.
Herman Melville fue desafortunado con Moby Dick -la primera edición de 500 ejemplares vendió menos de 300-, nunca se repuso por el fracaso de ventas y las devastadoras críticas literarias. Pero el golem literario de Moby Dick, Jaws (Tiburón) primera novela perpetrada por Peter Beanchley en 1974 fue un best seller de magnitudes obscenas, a tal punto que, poco después, Spielberg hizo la versión cinematográfica, pionera del lamentable género “cine catástrofe”. La justicia poética es mucho más lenta que la otra justicia y se mueve con tiempos vaticanos; nadie recuerda a Beanchley, es más, me atrevo a decir que la gente con menos de 50 años ni debe saber de su nombre ni de Tiburón.
Durante los 15 meses encerrado en la cárcel Los Plomos, Giacomo Casanova de Seingalt las pasó canutas. Sabemos de esta experiencia por un sabroso pasaje de sus Memorias. Sic parvis magna (de las cosas pequeñas, resultan cosas grandes), Alejandro Dumas, aprovechó este suceso de Casanova, copió y acopió información sobre este incidente y lo reescribió; ahora extendiendo los catorce meses a catorce años -y varios capítulos- en el castillo de If. Pero Edmundo Dantés se vengó con creces por el caballero Casanova de Seingalt.
Conan Doyle tuvo un rebelde vástago literario, su cuñado Ernest Hornung. Con toda maldad, Hornung creó la imagen especular de Sherlock Holmes, ahora un ladrón de guante blanco, el bon vivant Raffles que, para más inri de Conan Doyle, está acompañado con su amigo Bunny, otro ladrón y sosías perverso de Watson. El estilo de Raffles es su sofisticado consumo de productos de lo que hoy llamamos de “alta gama”. Maurice Leblanc con su Arsenio Lupin y Ian Fleming con su Double o Seven abrevaron en la fuente Castalia de Hornung. El gentleman cambrioleur Arsenio Lupin y el agente secreto al servicio de su majestad, James Bond, vendrían a ser lejanos primos putativos del chevalier Dupin que inspiró a Sherlock Holmes y Raffles.
Borges era cultor del cuento cerrado, con el esquema: principio, medio, fin y dejó un buen ejemplo de un homenaje y exégesis. Borges seguía de cerca la obra narrativa de Hemingway y “Los asesinos” -relato modélico del cuento de final abierto- le debe haber dolido como un golpe bajo. Para exorcizar esa mala influencia, Borges escribió “La espera”, donde el asesinato se concreta, admiro la obra narrativa de los dos, pero “La espera”, frente a “Los asesinos”, pierde por knock-out fulminante -gloso a García Márquez por aquello de palabras y trompadas.
Esta mezcla de influencias, robos y homenajes me recuerda a un cocktail que me encanta, con base de divino gin -si ya escribí un Elogio del Dry Martini, debo dar otro paso más y escribir mi “Apoteosis del Gin”-. El Singapoore Sling, creado por un barman anónimo en el hotel de Raffles de Singapur -pavada de coincidencia con el ladrón-; es un trago que debe ser bebido cautamente porque, como aconsejó el barman de Boston cuando me lo presentó en otro hotel literario, el Parker House: “this mixture will certainly revive you, or something. I should think two dosis is the limit”.
Vuelvo a la olvidable Tiburón, rescato la sin par actuación de Robert Shaw en el papel de Sam Quint -doble de Ahab y el inolvidable asesino Donald “Red” Grant en la película Desde Rusia con amor-, no hay película, por mala que sea, que no tenga alguna cosa buena. Esta reflexión es plagio del Guzmán de Alfarache, que plagió al Lazarillo de Tormes, que a su vez glosó a Plinio: “no hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena”. Porque si bien “el precio de la gloria nunca es caro” -plagio de Anatole France-, esto puede inducirnos para “adornar el vuelo de nuestra fantasía con plumas ajenas” -plagio de Kayser-. Por eso conviene tener presente antes de ejercer nuestro derecho al robo que: “si algún bien fizeres, que muy grande non fuere, faz grandes si pudieres, que el bien nunca muere” -plagio del Infante don Juan Manuel.
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