Lector con lápiz 3/13/2023
Escritor argentino, literatura
Relatos, ensayos literarios

Hace un par de días apareció un libro perdido, no sé si fue por la prisa de mover volúmenes de la biblioteca en vísperas de la incursión de los pintores que tomaron por asalto el departamento, o Elba, que al verlo sobre el brazo de un sillón del segundo piso lo acomodó en el hueco más próximo, ahora fue uno de los cuatro estantes con diccionarios. 

El feliz hallazgo coincidió con una nota del suplemento cultural de un diario español acerca de la práctica de subrayar libros. Además de leer y acumular libros, cultivo ese hábito desde el ingreso a la carrera de letras, cuando debimos hacer un taller donde aprendimos a realizar "subrayados resumen"; trazar una línea debajo de las palabras claves de un párrafo de manera tal que, en futuras relecturas, con un simple golpe de vista uno pudiera refrescar el contenido.
Soy de mentalidad digresiva y barroca -me llevó décadas darme cuenta- al principio subrayaba todo. El pésimo hábito hizo que, años después, al terminar de leer Técnica y civilización, me quedara con un libro imposible de volver a visitar; el grafito de mis subrayados superó la tinta del impreso.
En aquellos comienzos tuve otro hábito más desagradable, por suerte abandonado en pocos meses, subrayar con tinta -nunca usé bolígrafos, sólo lápiz y estilográfica- lo cual no me impidió perpetrar uno de mis peores delitos como lector, arruinar las primeras nueve páginas de la Epístola a los Pisones de Horacio, en la hermosa edición bilingüe de Helena Valentí. Hace años compré en un anticuario de Rhode Island, un libro que es primo de la Epístola a los Pisones: Ut Pictura Poesis: the Humanistic Theory of Painting, de Renseslaer Lee, clásico que venía rastreando hace años. Infelizmente, su antiguo propietario lo subrayó con bolígrafo; así que ni bien salí del anticuario fui a una papelería y compré un lápiz corrector; en un bar y, cerveza mediante, me dediqué a exorcizar el libro de las profanaciones cometidas. Infelizmente, y no sé si por los merodeos de los pintores o por un descuido mío de ponerlo al alcance de Elba, no encuentro el libro de Renseslaer Lee; hace una semana que lo busco.
Para mí leer es un acto lleno de rituales, fobias y manías. Si es un libro que sé que voy a visitar con frecuencia, lo forro en papel obra misionero de noventa gramos color marrón, anoto el título en el lomo con un marcador indeleble negro. A ese club pertenecen, entre otros, Metamorfosis, toda la obra de Horacio, Virgilio, Gracián, Quevedo, Góngora y Lope de Vega, La Ilíada y Odisea. Tengo otro que va a seguir el mismo rito de pasaje: Una breve historia de los árabes de John Mc Hugo, al que ingresé hace diez años y va por la primera relectura.
No puedo leer sin lápiz, puedo hacerlo sin anteojos, no sin lápiz y goma. Al principio fueron portaminas 0,5, los cambié por ser muy finos, durante años alterné con dos Mont Blanc 0,9, para saltar al tamaño 0,7 tengo un arsenal de dos Faber-Castell, un Rotring y un Skriks turco, que me atrapó en una kirtasiye de Estambul donde entré a proveerme de minas, desde mi paso por la carrera de ingeniería me habitué a la dureza 2B, de trazo claro y fácil de borrar.
Al principio subrayaba solamente libros de estudio y ensayos, más que subrayar -lo hago en casos de ser “subrayado resumen”- acostumbro a señalar con líneas verticales párrafos, raramente frases, muchas veces con referencias a pasajes, anteriores o posteriores, de esa obra; también de otros libros. Si considero de importancia el fragmento señalado, coloco una marca de atención al lado de la línea vertical, durante años fue el signo de cierre de admiración (!), en algún momento -ignoro la causa, quizás homenaje a mi gusto musical acompañado de un oído musical con tímpanos de corcho- usé el símbolo de la clave de sol. Pero volví a al cierre de admiración, ahora encerrado en un triángulo. No sé cuando empecé a fechar mis marcas y anotaciones. Con el tiempo, comencé a subrayar obras de ficción o poesía; además de agregar comentarios; entre otros: descaradamente, “plagiar esta idea” -hace muy poco tiempo, simplemente: “plagiar”-. Desde el comienzo del aislamiento por la pandemia, tomé el saludable hábito de anotar en la portadilla las páginas con pasajes más destacables.
Hay sectores de las bibliotecas que son "mi propiedad" y otros "propiedad de Beatriz"; las incursiones en estos terrenos tienen un ceremonial que mucho recuerda al cruce del muro de Berlín en épocas de la guerra fría. Así, en este “Checkpoint Charlie bibliográfico” necesito autorización para entrar en la obra de Walter Benjamin, Adorno, Sor Juana o Barthes; otro tanto le pasa a la bella cuando quiere visitar a Panofvsky, Ernst  Gombrich o Aby Warburg. Tenemos un “no man's land bibliográfico” donde podemos merodear tranquilos: el Siglo de Oro español y la sección de clásicos grecolatinos.
Amo los libros voluminosos con notas al pie. Un rasgo de la obra de Panofvsky, del que disfruto como un dry-martini bien helado, son sus extensas notas al pie que constituyen un libro paralelo. Detesto las notas al final y creo que los editores que, para abaratar costos de edición incurren en semejante herejía deberían ser marcados en la frente con un hierro candente para público escarnio de su infamia. Usualmente tengo en lectura por lo menos dos libros, hay veces que he orillado la media docena. Los prefiero de tapa dura y puedo leer en cualquier situación y circunstancia, basta estar sentado, aunque me encanta hacerlo en la cama o recostado en un sillón.
Ayer, viernes once de marzo 2023, trabajando en esta nota y, todavía acomodando desórdenes del para mí, no “el año de la peste”, sino “el año de los pintores”, hice un alto para rastrear Ut Pictura Poesis: the Humanistic Theory of Painting. En un canasto de papeles todavía sin acomodar, entreveradas en una pequeña pila de recortes de diarios, en demanda de ser archivados o descartados, me encontré con dos páginas sueltas de un libro. Son cuatro carillas, de la ochenta y nueve a la noventa y dos. La ochenta y nueve comienza con un diálogo: "-No, de ninguna manera -respondió ella. / -¡Cómo es eso que no! -gritó el cura". La noventa y dos es una larga descripción de una batalla campal y abarca toda la página; las tres últimas líneas: "…tirado, boqueando, con el pecho cubierto de sangre, un esclavo negro de la plantación, de los cerca de veinte que habían sido abatidos, agonizaba…". Las páginas, aparte de los números, no tenían otra identificación.
Como si tratara de un cuerpo sin cabeza y a falta de una morgue, las dos páginas están debajo del vidrio de la mesa de mi escritorio. Podría buscarlas en Google, pero allí permanecerán, a la espera de alguna relectura que las reclame.

 

 

 


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