A las siete y media de la mañana tomo el subterráneo en Plaza Italia. Tengo por delante dos horas de estudios: electrocardiograma, ecografía vesical y radiografía. Bajo en la estación José Hernández, tengo casi media hora de tiempo y me detengo -mi liturgia agnóstica en esa parada- para ver los detalles de En el jardín, el mural de Soldi; al regreso, haré la misma ceremonia para ver, en el andén de enfrente, Los amantes.
Me hechizan los trazos finos de los dibujos de Soldi, dan a las etéreas figuras rasgos y contornos definidos, en contraste con los suaves tonos pastel que insinúan, más que revelan, personajes y su entorno como si representara el ánima de la composición; maridaje sutil que le da a sus murales una atmósfera onírica particular, entre sueño y realidad; es como realizar el pasaje de Alicia a través del espejo para entrar en el mundo de la ilustración de un cuento infantil: “érase una vez, once upon a time, il était une fois, era uma vez”.
Tengo unos veinte minutos para llegar a la clínica y resuelvo reforzar la ingesta de agua para la ecografía, ya bebí el litro -mínimo- exigido, con otro medio. Es lunes feriado y la mayoría de los kioscos en el camino están cerrados. Pese a la hora y al fresco de la mañana, en la vereda soleada de un café una señora de musculosa, está sentada de cara al sol; aprovecha las horas libres de radiaciones ultravioletas. En una calle transversal, a media cuadra de la clínica, una serie de pequeños bares abiertos, en uno, atendido por mujeres jóvenes, consigo una botella de agua. Aparecen dos clientas, más o menos de la misma edad y amigas de la casa, vienen a comprar alfajores y cafés para llevar. Me pregunto qué harán a esa hora de un lunes feriado y cuál será su trabajo, los negocios están cerrados.
En la clínica me hacen el electro, lo más rápido, “¿para qué el electro?: chequeo médico anual”; me remiten al segundo piso; en un extremo del pasillo que mira al patio interior, la ecografía; en el otro, la sala de radiografía. La primera es un incordio empezando por leves variaciones en la pregunta que me hicieron previa al electro “¿para qué le piden este estudio?”; luego la presión del aparato en el bajo vientre: “respire hondo y contenga la respiración, respire normal, recuéstese sobre el lado derecho el brazo sobre la cabeza, contenga, respire, vamos sobre el lado izquierdo para hacer lo mismo, ahora vaya y orine; no tengo ganas; haga lo que pueda”. Vuelta a la camilla y repetimos la rutina.
Me siento en el extremo del pasillo cuya ventana da a la calle y espero que me llame la radióloga, abro La ciudad y los perros y empiezo con uno de los monólogos interiores del cadete Alberto, “el poeta”; no avanzo mucho porque me distraigo con el diálogo de la doctora, en el otro extremo, con el paciente al que le hará la ecografía: “páncreas e hígado”, dudo que sea un chequeo médico anual, pienso en algo inexorable que no es posible cambiar con ruegos ni oraciones, ineluctable. Eso me pasa por escuchar lo que no debo y me dan ganas de salir corriendo; nada peor para un hipocondríaco que huronear y andar escuchando conversaciones en una clínica.
Busco pensar en otra cosa y leo dos definiciones que, a raíz de los estudios que debía hacerme, había anotado el día anterior en la portadilla de La ciudad y los perros. Grama, sufijo, del griego grámma: letra, escrito, bien para el electrocardiograma; grafía, sufijo, del griego, graphé: escritura, nada que ver con radiografía que son negativos del interior del cuerpo hechas con rayos X; el mismo criterio vale para ecografía –¿cuánta gente educada con la fotografía digital conoce los negativos de la fotografía analógica?
Terminados los estudios, bajo del Gólgota y camino rumbo a la estación José Hernández, ya hay negocios abiertos, en una esquina asoleada, un sin techo, sentado en su colchón, pela una naranja y acomoda los gajos en una bandeja donde hay dos medialunas, sobrecitos de azúcar y un vaso de cartón takeaway, con el logo de una cadena internacional de cafeterías.
En esta zona, avenida Cabildo tiene veredas anchas, recuerdan a las de Nueva York, los negocios y marcas de productos ofrecidos, tampoco difieren con los de la Gran Manzana, salvo que acá son tres o cuatro veces más caros; otros sin techo, menos afortunados, con su desayuno se calientan al sol; en una heladería, en realidad Gelatería según el cartel, un letrero al lado de la lista de helados es un manifiesto: I nostri gelati sono realizzati con frutta e succhi naturali, saco una foto del anuncio con el celular, solo falta un cartel que diga “se habla español”; metros más adelante, con los productos ordenados como en el escaparate de un joyero, una frutería ofrece bolsas de castañas; pregunto el precio, parece que fueron cosechadas en un árbol de los jardines del Edén; cuadras más adelante, un edificio con una réplica de la cúpula de Chrysler Building –la próxima vez que venga a la clínica, iré hasta allí para ver qué tipo de negocio es.
En el andén de la estación José Hernández, alguien tapado con mantas duerme junto a la pared, es horario de feriado, el próximo subterráneo llegará en seis minutos, camino hacia el otro extremo cuya salida queda más distante de la clínica y descubro dos nuevos murales de Soldi que, en años, no había visto, El ensayo, al frente, La música.
Ya en el vagón rumbo a Plaza Italia, una niña pequeña, calculo cinco o seis a lo máximo; está vestida con zapatillas y un buzo de marca que contrastan con las uñas sucias, reparte pequeños papeles, fotocopias de un texto en letras de impresora cuidadosamente recortados, donde pide ayuda económica para mantener a no sé cuántos hermanitos, baja sola en la estación Palermo y nadie la sigue. A esa edad debería estar jugando, ¿irá al colegio? ¿Cuando crezca, se le desarrollen las tetas y tenga sus reglas, seguirá repartiendo esos papeles en el subterráneo?
Bajo en Plaza Italia y camino regreso a casa, recuerdo otro sufijo de un tipo de estudio médico por el cual ya he transitado: oftalmoscopia, scopía, del griego skopeín: inspección, examen visual; en mi caso del interior de mis ojos.
Pienso en la nena que repartía papeles en el subterráneo, ¿será hija de alguien que duerme junto a la pared de un andén?; y me acude aquel refrán medieval “catorum nati sunt mures prendere nati”, “los hijos de los gatos nacieron para cazar ratones”. Destino inexorable e ineluctable, como el que intuí en la pregunta que la doctora le hizo al paciente antes de hacerle la ecografía.
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