En 2019, regresé de una estadía en Madrid con los tesoros de una búsqueda y de un hallazgo, ambos en sucursales de la librería La Central. En la de Callao: La Historia Genji, la búsqueda; en la del Reina Sofía, un hallazgo: The Art Book.
The Art Book, en la edición de Phaidon es un hallazgo porque estaba a la espera en un estante desde la edición hacía un cuarto de siglo; lo empecé a leer el jueves 15 de septiembre de 2022. Siento que valió la pena, porque si bien el criterio de los curadores fue hacer un diccionario, el resultado es otra cosa: un diccionario irreverente que desacraliza el concepto que se tiene de ellos; y, más, porque, en la actualidad de búsquedas en la Internet se deja de lado el placer de deslizar los dedos por páginas impresas a la caza de un término. Búsquedas que, a veces, son demoradas ante el descubrimiento de palabras desconocidas que, junto con el rastreo, abren otros significados.
El libro abarca la historia del arte desde el siglo XV al presente y, como dice en el prólogo, “It debunks art-historical classifications by throwing together brilliant examples of all periods, schools, visión and techniques” (Desacredita las clasificaciones de la historia del arte entregando juntos ejemplos brillantes de todos los períodos, escuelas, visiones y técnicas). En realidad desacredita acreditando, el texto ofrece la reproducción, explicación y análisis de quinientas obras de otros tantos artistas; pintores y escultores, ordenamiento no cronológico, usual en historias del arte, sino por orden alfabético de autor; a la vez que la obra de cada artista presentado refiere a otras del libro, independiente del período histórico y del género -esculturas contrapunteadas con pinturas y viceversa-. Esto lo transforma en un tipo especial de diccionario: un diccionario ideológico.
Con el paso de los años, muchas palabras son desterradas de los diccionarios comunes que son los encargados de acreditarlas y certificarlas; algunas porque ha desaparecido el oficio o profesión que definían; otras, por simple falta de uso; de este último caso dio fe la Real Academia en 2014 cuando informó que, desde 1914, habían desaparecido tres mil palabras del diccionario -al que Cortázar llamó “cementerio”-. Otro tanto suele ocurrir con las tendencias en el arte; como pasó con la fotografía analógica que nos habituó a las copias en papel, hábito casi desaparecido con la fotografía digital, y, hace veintidós siglos, la práctica, hoy casi abandonada, de los escultores griegos de colorear las estatuas de mármol.
Con el reciente fallecimiento de Javier Marías surgieron anécdotas de su vida que revelan, como escritor y miembro de la Real Academia Española, se dedicó al mantenimiento y cuidado de la lengua española. Así, en 2009, ante informes de miembros de la comisión de enmiendas, que aconsejaron retirar de las páginas del diccionario el término “acercanza” -lo que equivaldría a matarla-, fundamentaron el consejo en que no se documentaba su uso desde 1494. Los académicos Javier Marías, Pérez-Reverte y el lingüista Gregorio Salvador, coincidieron en el delicado equilibrio de belleza y melodía que combina el vocablo y resolvieron resucitarlo; a tal fin lo empezaron a utilizar en sus artículos para que constara su vigencia. Hoy “acercanza” sigue viva en la RAE: “Proximidad, cercanía física o afectiva”. Pese al lapidario juicio de los protagonistas de Rayuela, los cementerios, como bien lo narra Antología de Spoon River, están llenos de historias vivas.
Volviendo a las palabras muertas del informe de 2014 de la RAE, hay una -muy acorde al “cementerio cortazariano”- que merecería ser resucitada por los cultores del lenguaje inclusivo: “cadávera”, femenino de cadáver; con el plural los cultores de “inclusivismo lingüístico” no tendrían problemas: “cadáveres”. Otra cadávera, también con connotaciones, es “rebatoso”: arrebatado, precipitado; las connotaciones, porque muchos rebatosos suelen ser patosos. Una que también se extraña, por la sonoridad, es “cocadriz” o “cocodrila”, para los del lenguaje inclusivo; pero ésta es difícil de resucitar porque sólo los cazadores Steve Irwin y Cocodrilo Dundee la usarían de manera cotidiana.
Desgraciadamente The Art Book, no trae referencia de los curadores o del coordinador del proyecto, por lo tanto sólo es posible citarlo como The Art Book de Phaidon. En mi experiencia, su lectura realiza un sueño incumplido desde niño, leer el Pequeño Larousse ilustrado como si fuera una novela. Así, en las obras de veintiocho artistas que llevo leídas he podido ver la presencia del escultor Algaldi en Bacon; la de Archimboldo en Koons; la de Balthus en Lolita de Nabokov -cuyos muslos y senos de adolescente bien podrían ser los de Niña con gato.
Viajar por The Art Book, es como buscar palabras al azar en el diccionario o mirar nubes que viajan a través del desierto del cielo, como un ejército de peregrinos en camino, trayendo, desde sus lejanías, ecos de sus bosques, valles, ríos y ciudadelas; ecos de otras culturas y otras lenguas, de razas que se van mezclando en el largo e intemporal viaje que empezó junto con la humanidad. Voces y melodías hechas de recuerdos, que avanzan y retroceden; rítmicas y a la vez sincopadas melodías, sensibles a través de las imágenes policromadas de sus ilustraciones.
A medida que me interno en The Art Book y en cada obra que visito me da la extraña vivencia de estar siempre perdido en él y, a la vez, encontrarme siempre en el lugar adecuado. Y, al correr de la estilográfica de estas líneas, me acude una reflexión de Churchill luego de que, ante el tolerante silencio o tibios rechazos del resto de los países europeos, Alemania anexara gran parte de Checoslovaquia en 1938: “Ahora bien, este no es el fin. No es ni siquiera el principio del fin. Pero es, probablemente, el final del principio”.
Quizás, y en el contexto del libro, la reflexión de Churchill, podría ser incluida en el prólogo de una futura edición.
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