Leí en un suplemento cultural una reseña, de una novela muy particular, de Isaac Bashevis Singer: El seductor. La nota me hizo pensar sobre el arte -mejor, la poética- de las críticas.
El seductor, se destaca dentro de la obra de Bashevis Singer porque no es una novela dramática, como otras suyas, sino una comedia de enredos; lo llamativo de la reseña de marras es que acude a una técnica que algunos críticos -no creo que los lectores- anatematizan: contar el argumento; lo que transforma al autor en un spoiler.
Lectores y cinéfilos llaman spoiler (arruinador) a quien anticipa el final o desenlace de una obra; aunque en español hay dos verbos cuyas acepciones, de manera contundente, definen a los que hacen spoiling: degollar y destripar. Pero hay otras maneras de degollar o destripar un relato, una variante interesante es no reírse cuando, en un grupo de conocidos, alguien cuenta un chiste muy gracioso,o simular que no se ha entendido lo obvio y que provoca la hilaridad del resto, para luego pedir explicaciones sobre la historia narrada.
Soy un devoto del spoiling, desde chico tengo la costumbre de, a poco de empezada una novela, leer el final para luego retomar la lectura desde el inicio y de esa manera, como un espectador que revisita un cuadro, detenerme en cada detalle de la narración, liberado de la tensión del suspenso. Y no soy el único, cada persona que relee un libro sabe de qué trata y del final, otro tanto cuando alguien lee por primera vez una historia conocida, dudo que alguien visite por primera vez La Ilíada o el Quijote, sin saber de la muerte de Patroclo y de Héctor, o de los molinos de viento.
Todos demandamos y necesitamos del spoiling, en la vida cotidiana, lo consumimos cada vez que buscamos información en una enciclopedia o preguntamos a un conocedor. Una nota periodística, tal cual vemos en un diario, viene precedida por un título, que nos pone al tanto de la noticia; arriba de él, en letras pequeñas, una volanta introduce el tema que desarrollará el título; abajo del título, también en letras pequeñas pero, más grandes que la volanta, el copete, o bajada, anticipa un resumen de la nota que vamos a leer. Título y copete son dos spoilings flagrantes, aceptados aún por aquellos que condenan su uso en otras formas de escritura.
Sin embargo, en narrativa hay dos maneras de destripar un desenlace: in media res -en el medio del relato- e in extrema res-empezar por el final-: “Una mañana de junio de 1872, temprano, asesiné a mi padre…”, es el comienzo de “Una conflagración imperfecta” de Ambrose Bierce, cuento cuyos primeros diálogos, narrados en primera persona, sintetizan lo mejor del arte de un degollador de chistes.
En nuestro día a día, pedimos y demandamos del spoiling, algunos cuando leen el horóscopo, o van a ver a un adivino o adivina, para que les anticipe su futuro y suerte, o consultan a un cartomante -los intelectuales disimularán esta flaqueza acudiendo a tarotistas-, práctica a la que, es sabido, no escapan ni escaparon grandes estadistas. Estas procuras son a sabiendas de que podemos ser engañados, porque verdad y mentira tienen rasgos que concuerdan: el porte, el modo de andar y el gesto, las contemplamos con los mismos ojos y una no existe sin la otra; no solo somos débiles ante el fraude sino que lo buscamos e incitamos para que nos atrape.
La mitología y la tragedia griega son prolíficas en personajes que quieren saber sobre su futuro y son engañados. Borges habla de esta paradoja a propósito del consultado dios Proteo: “Pastor de los rebaños de los mares / y poseedor del don de profecía, / prefería ocultar lo que sabía / y entretejer oráculos dispares”. En la antigüedad clásica era famoso el templo de Apolo, en Delfos, la dudosa eficacia como spoiler de este Olímpico fue cuestionada por Luciano de Samósata, cuando dice que mal se podía confiar en los vaticinios de un dios que no pudo prever que, al enseñarle a su amante Jacinto cómo lanzar el disco, hizo mal su tiro y lo mató de un discazo en la frente.
La vida imita al arte y a la mitología, porque, como Apolo con Jacinto, algunos spoilers no tienen un happy end cuando trata de su propio destino; en octubre de 2018 leí en el New York Post -diario dado a las noticias sensacionalistas, si los hay- la historia de un científico ruso que apuñaló a un colega en una estación en la Antártida. Los dos estaban pasando meses juntos en una solitaria base; y la noticia es sensacionalista porque los crímenes son inusuales en esa región y máxime cuando eran sólo dos personas y no cabía la posibilidad de una tercera -o tercero- en discordia. Oleg Beloguzov, fue atacado por Sergei Savitsky con un cuchillo de cocina y recibió puntazos feos; la razón aludida por el atacante fue que no soportaba que su colega, sistemáticamente y a lo largo de meses, le contara el final de las novelas que empezaba a leer. El herido pudo ser evacuado a un hospital en Chile y el agresor fue llevado a San Petersburgo y condenado por tentativa de homicidio en estado de ebriedad.
El New York Post, dio como fuente de la noticia al periódico amarillista londinense The Sun -los dos propiedad del mismo dueño-, quien no citó las fuentes de la noticia.
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