Hojeo álbumes de fotografías y los contrapunteo con mis diarios. De ese viaje a Estambul, quedan los inolvidables mosaicos y frescos bizantinos de la iglesia de San Salvador de Cora(Kariye Camii)y, a un par de cuadras, en las ruinas de la muralla de Constantinopla, la minúscula Puerta Kerkaporta (Kerkaporta Kapi) que apenas si permite el paso de dos hombres, pero, por un descuido,una noche quedó abierta y por allí entraron los jenízaros de Mehmet II. De regreso a tomar un ómnibus, unos muchachos nos preguntan de dónde somos: “Argentina”; “Argentina, Kun Agüero”, responden pulgares en alto; “Argentina, Borges”, contesto cámara en alto. A la salida del Palacio de Topkapi (Puerta de los cañones), me detengo frente a un puesto de vendedores de castañas, saco la billetera para comprar un cucurucho y veo que valen siete liras turcas, a la vuelta, en la entrada, las venden a cinco, guardo la billetera: “¡Mister, mister!, five liras” y levanta la mano derecha con los dedos abiertos. Paso por la cueva de Alí Babá de las papelerías, la mítica Hakikat de Ankara Cadessi 42, y me llevo dos lápices automáticos, libretas, marcadores de libros, y tubos de minas. Desde el mirador de la Torre de Gálata alcanzamos a ver los confines del Mar Negro hacia el este y, hacia el oeste, más allá del Mar de Mármara, donde se insinúa el Mediterráneo; de repente, desde centenares de minaretes, se eleva el canto de los muecines llamando a la oración vespertina, se funde en la atmósfera hasta los confines de todo el horizonte circular que alcanzo a vislumbrar y nos envuelve; no atino a usar la cámara, sería como blasfemar en un templo.De Estambul, ex Constantinopla, ciudad fundada por romanos que hablaban griego y en la cual los sultanes turcos pensaron restaurar una nueva Roma Imperial, me acompaña el sabor de los simit comprados en los puestos callejeros, los baklavas decorados con dulces hebras de kadayif, y el raki.
De los magros tres días en Lisboa, ciudad de las siete colinas como Roma y Estambul, me queda el viaje en feérico tranvía de la línea 28 por el Barrio de Chiado, los miradores de Alcántara y Bairro Alto, una escala técnica en el café “A Brasileira” y una foto en la mesa donde está la estatua de Fernando Pessoa, luego de una pequeña cola, dondela gente que espera turno reprende e insulta a dos chinos que insisten en pasar delante de todos. Una escala imprescindible en Librería Bertrand, me traigo un par de libros del ninguneado por el Nobel, Lobo Antúnez. El Monasterio de los Jerónimos y la tumba de Camões en la que resuenan esos versos iniciales e iniciáticos donde se oyen acordes de Eneida:“As armas e os Barões assinalados / Que da Ocidental praia Lusitana / Por mares nunca de antes navegados / Passaram ainda alem de Taprobana”. Frente a la Igreja de São Roque, una procesión del segundo domingo de cuaresma de hombres y mujeres con togas púrpuras -y de un vago matiz de dictadura do Estado Novo zalazarista-. Y la postrera puesta de sol frente al Tajo vista desde la Praça do Comércio. Nos abastecemos en un supermercado de la cadena Pico Doce donde degustamos el mejor cochinillo y nos trajimos un par de botellas de un aceite de oliva inolvidable -con perdón de los españoles.
De dos estadías en Budapest me queda el hermoso departamento en el sexto y último piso-ascensor hasta el quinto y el resto por escalera-en la esquina del cruce de calle Rakóczi (Rakóczi Ut) y Sip (Sip Ut), en lo que fue uno de los límites de gueto de la ciudad, con vistas a la Gran Sinagoga, el puente Elisabeth (Erzsébet Hid) y las colinas de Buda. Las escaleras de los subterráneos son muy empinadas y van a velocidad de vértigo. Edificios con fachadas bellísimas, tan artesonadascomo ruinosas, donde cariátides y atlantes mutilados sostienen restos de balcones clausurados en los que sus puertas se han sustituido por paredes con ventanas. El estilo en ruinas es una marca de la ciudad, en la Vaci Ut bares y restaurants donde lo ruinoso, desde los edificios a los muebles y el decorado son un rasgo decorativo. Como librero me llama la atención la cantidad y variedad de librerías, como en todas partes hay mendigos, pero los de Budapest leen. Mi colección de fotos de homeless -tengo de Buenos Aires, Sicilia, Roma, Estambul, Madrid, Viena, Praga, y Londres donde, entre los pilares del Lambert Bridge, robé la foto de una mujer con un sari harapiento, en una postura que recuerda al mendigo de Picasso, estira la implorante mano;de labio leporino y no tiene nariz, estoy viendo la foto y pienso en las secuelas de una sífilis- se enriquece con tomas de mendigos con pilas de libros entre sus pertenencias. Problemas en los mercados porque el nombre de los productos solo figura en húngaro, es un idioma al que mi oído no se acostumbra y me cuesta leer para tratar de entender algo, una vendedora me explicó que el húngaro tiene 14 vocales, por eso a ellos les resulta fácil aprender otras lenguas. En el Museo Nacional de Historia, uno de los más completos y abarcadores que he visto en mi vida, el vendedor de tickets nos habla en español y da algunas sugerencias que no aparecen en la audioguía. Largo paseo por el Danubio en una lancha ómnibus. En las barandas del segundo piso del Mercado de Productos Agrícolas, uno de los mercados más bellos y variados que he visto y solo comparable, en arquitectura y ofertas con el de Valencia, una variedad de puestos de comida, un gulash, que amerita una oda como la de Neruda al caldillo de congrio, acompañado dekapostasalata, ensalada de repollo tipo cole slaw, condimentada con tefjol, crema ácida; me prometo buscar la receta de ambas. Al lado de nuestra mesa alguien ha dejado un plato con pan, una porción de comida, servilletas de papel y cubiertos; al rato pasa un mendigo y recoge el donativo. Recorremos otros puestos de comida y vemos más porciones esperando a un necesitado.
En el Monumento de los Zapatos, pares de zapatos de hierro, de mujer y hombre, recuerdan a la masacre de 20.000 judíos asesinados por la Cruz Flechada entre diciembre de 1944 y enero de 1945. La guía de la ciudad informa que fueron atados en parejas, y tras disparar a uno de ellos fueron arrojados al Danubio, sólo fueron necesarias 10.000 balas.
Los zapatos de hierro están allí, como esperando a sus dueños que salgan del río luego de darse un baño. Un matrimonio de judíos ortodoxos, ella de falda larga y pañuelo en la cabeza, el de caftán, camisa blanca, largas peyes que sobresalen del ala del sombrero de copa redondeada, su hija pequeña,arrodillada, llena un par de zapatos con puñados de pedregullos que recoge del muelle. Pienso si no es una forma de kadish.
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