En el capítulo XI de Las aventuras de Hucleberry Finn, Huck –que se ha fugado con el esclavo Jim–, llega a un pueblo, se disfraza de niña con un vestido y entra en la casa de la señora Judith Loftus en busca de información. Luego de una breve charla, la señora le pide que la ayude en tres tareas y descubre que es un muchacho. Los errores que delatan al travestido Huck son: la manera de enhebrar una aguja -acercó ésta al hilo y no al revés-, su modo de lanzar un trozo de plomo para espantar una rata -las mujeres levantan el objeto por encima de la cabeza y lo arrojan en forma desmañada, los hombres voltean el brazo paralelo al hombro, así como los jugadores de béisbol lanzan la pelota-, y la manera como recibe Huck un ovillo de hilo en su regazo -juntando las piernas, las mujeres las abren para extender la falda y tener mayor espacio.
Este tipo de juegos deductivos aparecen con frecuencia en la obra de Mark Twain; en Tom Sawyer aeronauta, Tom contará otro relato detectivesco, en realidad una antigua historia persa. Un hombre va tras los rastros de su asno cargado que ha escapado; se cruza con un peregrino que lo describe: es de color tostado, cojo de una pata, tuerto de un ojo y lleva una bolsa con mijo de un lado y un odre con miel del otro. No lo ha visto, pero sí sus huellas: unos pelos adheridos en un arbusto le indicaron el color; las marcas de las pezuñas en la tierra, que es cojo; tuerto de un ojo porque sólo la hierba de un costado del camino está mordisqueada; los odres con miel han dejado caer unas gotas donde se agrupan hormigas, más adelante, unos pájaros picotean granos de mijo que se han escurrido de la bolsa.
Este retrato de un observador, capaz de identificar a un animal de carga sólo por sus rastros, nos lleva a lo que puede ser el origen de la narrativa. Durante millones de años los primeros homínidos, y las distintas descendencia hasta el Homo Sapiens, sobrevivieron con la caza y aprendieron a leer rastros imperceptibles; plumas o pelos adheridos en las ramas, rastros en el barro o la hierba, olores. Podemos pensar que la transmisión de estos saberes constituye una primitiva forma de relato donde el actor, y posteriormente el narrador, remonta, desde la observación, sobre detalles secundarios, a la consecución de la presa. Junto con el cuento del rastreador cazador ha nacido el detective. De manera similar, cazador y detective siguen, en sus esquemas de análisis de evidencias, los mismos procedimientos retóricos en su búsqueda: la sinécdoque, que determina el todo a partir de la parte -i.e. “la pluma es más fuerte que la espada”; “se compró un Rolex”-; así, en Study in Scarlet, Sherlock Holmes, ni bien es presentado al doctor Watson, y sólo por la apariencia y gestualidad, identifica su profesión, destino reciente y herida de la que convalece. De la misma manera que, años antes, en Los crímenes de la calle Morgue, el Chevalier Dupin, en una caminata nocturna, y sin mediar palabras, supo en qué estaba pensando su amigo: a partir de un tropiezo que éste tuvo cuadras atrás y los gestos que le sucedieron.
A principios del siglo XIX, los adelantos científicos y tecnológicos que se sucedieron ayudaron a indagar factores que provocaban las enfermedades y su cura, identificar correctamente personas, obras de arte, billetes y documentos. Es sabido que el mayor celo de los falsificadores y estafadores es permanecer en el anonimato, por esta razón Poe, en “El timo –considerado como una de las Ciencias Exactas–”, advirtió acerca de los saberes, cada vez más sofisticados, de los falsificadores. Así, paralelo a la actividad de científicos, aparece y se desarrolla y perfecciona una nueva modalidad de policía, el detective; profesión definida en Estados Unidos recién en 1828 como: “alguien cuya profesión es investigar sucesos sobre los que se desea información, especialmente en lo que hace a malhechores, y obtener pruebas en su contra” (one whose occupation is to investigate matters as to which information is desired, especially concerning wrong-doers, and to obtain evidence against them). Así cazadores, médicos, investigadores y detectives -no hay que olvidar que el creador de Sherlock Holmes era médico-, apelan desde distintos campos del pensamiento, e intereses, a modelos deductivos similares. A tal fin acumulan información en el saber y realizan complejas operaciones mentales, a veces con rapidez fulminante: en un intrincado bosque lleno de peligros, frente a un paro cardíaco en la mesa de operaciones, en la búsqueda de una nueva vacuna, o tras las huellas de un asesino.
Ahora, así como el mejor guardabosque es un ex cazador furtivo, un ladrón exitoso puede tener como otro yo a un buen detective y cambiar de bando; fue el caso de François Vidocq (1775-1857), hijo de un pequeño comerciante que, insatisfecho de su vida provinciana, a los 15 años intentó embarcarse rumbo a las Antillas, fracasó y terminó trabajando en un circo, sucesivamente fue soldado de un cuerpo de elite y ladrón, más de lo último. Encarcelado varias veces, escapaba en fugas tan espectaculares como incruentas -era maestro en el arte de disfrazarse-. En 1805, preso en Lyon, propuso colaborar con la policía a cambio de su libertad; en pocos meses acabó con la delincuencia en la ciudad. En 1811 lo encontramos en París donde es director de policía, cargo que mantuvo durante tres lustros. Como es de esperar, los escritores -otra variedad de detectives- se inspiraron en su vida: Víctor Hugo para su dupla Jean Valjean versus inspector Javert, y Alejandro Dumas para su Edmundo Dantés, más conocido como “el conde de Montecristo”.
Sin embargo hay veces en que el análisis de las huellas no alcanza para la pesquisa del investigador. Carlo Ginsburg, analizando procedimientos para la correcta atribución de obras de artes, cuyo autor está en duda, apela a un término para definir esos momentos de iluminación que ayudan en la resolución del caso; y es firasa, palabra rescatada del vocabulario sufí y que define el estado de pasar, de inmediato, de lo conocido a lo desconocido; de manera grosera, podríamos llamarla intuición. Calíbar, el mítico rastreador de Facundo, siguió las huellas de un ladrón que le robó una montura, pero perdió el rastro; años después, caminando por las calles de un pueblo, pasa frente a una casa, entra al establo y encuentra, sobre un caballete, la montura robada.
Hay veces en que al mejor cazador se le escapa la liebre, y de esto nos da cuenta Borges en La muerte y la brújula donde el detective Lönnrot va tras las huellas de un asesino, que ha cometido varios crímenes en las últimas semanas; con un final inesperado. El criminal, Red Scharlach, ha cometido los asesinatos y dejado deliberadamente huellas para que sean rastreadas por Lönnrot, su verdadera presa. El final es anticipado al comienzo del relato: “Es verdad que Erik Lönnrot no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó”; Lönnrot no tuvo su instante de firasa.
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