“Haced imágenes de vuestros tumores y de vuestras ratas que devastan el país, y daréis gloria al dios de Israel”, cuenta el Libro de Samuel en lo que es el primer registro de una pandemia, en el siglo XII a.C. Esta plaga bíblica que azota a los filisteos fue el castigo de Jehová por haber robado el Arca de la Alianza y consistió en “una gran multitud de ratones, que causaron una terrible mortandad”. Es el primer registro literario de la pandemia que, con intermitencias, durante treinta y un siglos azotó a la humanidad: la peste bubónica. El segundo registro literario es del siglo VIII a.C., en La Ilíada, cuando Apolo, para castigar el rapto de la hija de su sacerdote Crises, desata una epidemia que diezma animales y tropas griegas. En ambos casos, bíblico y homérico, la peste es un castigo divino por violar reglas sacras.
En la prosaica realidad, el primer brote de peste bubónica real se dio cuatrocientos años después de la ira de Apolo, y se expandió desde Constantinopla, a lo largo de las costas de Europa y África, por el Mediterráneo hasta el estrecho de Gibraltar. Según registros de un historiador de Justiniano, –emperador de Bizancio–, en Constantinopla la plaga mató a 10.000 personas en un día. El segundo brote, ahora documentado y se sabe que vino de China, siguió la ruta del primero y se expandió por toda Europa. Fue más largo, empezó en el año 1300 y continuó, con intermitencias, hasta finales del siglo XVII. Según registros confiables, hacia finales del 1300, solamente en Europa, murieron más de 30 millones de personas.
En ambos brotes, los síntomas generales de la enfermedad eran los descritos en el Libro de Samuel: fiebre, sudores, tos, ronchas y picazón en la piel, inflamación de ganglios –o bubones de allí el nombre “peste bubónica”– axilas y zona genital; muerte por asfixia. El segundo estallido dejó consecuencias en el desarrollo de la humanidad; la guadaña de la peste transformó ciudades florecientes en sepulcros y vació los campos, la gran mortalidad de siervos de la gleba declinó el poder de los señores feudales, quienes debieron mejorar las pagas a los campesinos; esta pandemia sembró las semillas del actual capitalismo, debilitó el imperio bizantino y aceleró su caída a manos de los turcos en 1453.
En el campo de la cultura, sus marcas permanecen indelebles, la idea de lo efímero de la vida humana y la belleza ante la acechanza de la muerte, ya difundida antes en la cultura grecolatina, se popularizó y adquirió una clasificación estética: vanitas, idea de que cualquier don que el ser humano porte, desde la cuna o adquirido, carece de sentido y es vacío. El concepto es tomado del Eclesiastés, “vanidad de vanidades y todo vanidad”; así la vanitas quedará asociada y simbolizada con esqueletos o calaveras, siempre cohabitando con los vivos en la realidad cotidiana y será un leitmotiv en las artes y la filosofía de allí en más. Durante trescientos años la peste bubónica se volvió endémica; a veces se aletargaba, volvía la celebración de la vida, pero como recitando la sentencia de Horacio, “La muerte hiere con el mismo pie las tabernas de los pobres y las torres de los reyes” (Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas regumque turres), resucitaba e, inesperadamente, desolaba una ciudad o un país. El último registro literario de un contemporáneo fue Diario del año de la peste, que relata el brote en Londres en 1665. Aunque antes, por los años que la peste entró en Europa, había inspirado a El Decamerón. También ingresó en los juegos infantiles con aquellas siniestra coplas que cantaban los niños ingleses en rondas infantiles: Ring around the rosies / A pocket full of possies / Achoo! Achoo! / We all fall down (Anillos alrededor de las ronchas -provocadas por la picazón- / Los bolsillos llenos de ramilletes -de flores, se creía que la peste era provocada por aires insalubres- / ¡Achís! ¡Achís! / Todos caemos).
Dentro de los íconos pictóricos de este cambio de mentalidad está El triunfo de la muerte, óleo de Brueghel el viejo, un enorme ejercito de esqueletos arrasa la tierra con guadañas o torturando a los vivos -imposible visitar El Prado y no verlo; me consuelo con la reproducción que se puede ver en la página Web del museo, con el valor agregado de una pequeña lupa que permite agrandar cada zona deseada.
A mediados del siglo XIX, apareció la tercera ola procedente de la provincia de Yunnan -vecina, a no más de 200 kilómetros, de la provincia Hubei donde está la internacionalmente conocida ciudad de Wuhan- y sus secuelas duraron hasta la primera década del siglo XX; de ella nos queda el registro del poema sinfónico de Saint-Saëns Danza macabra, donde el xilofón remeda el entrechocar de los huesos de los esqueletos danzantes. De esta tercera ola, a la luz de las experiencias de Pasteur, quedó en claro que el transmisor de la peste es la pulga de la rata, insecto hematófago que inocula la bacteria al hombre, lo cual nos remite a la etiología descrita en Libro de Samuel. La pulga es un minúsculo insecto que, en sus variedades más grandes, alcanza tres milímetros de altura, pero es capaz de saltar, en forma horizontal o vertical, 150 veces su largo, lo que equivaldría a que un hombre haga saltos de 300 metros. Hoy el virus del COVID-19 da saltos más largos.
Hace veintidós años conocí en un encuentro de escritores en La Paz a R.H. Moreno Durán, escritor colombiano, con quien me volví a ver en tres ocasiones: una semana en Buenos Aires, dos días en la ciudad de México y tres en Bogotá. En esta última ciudad le comenté lo suntuoso que me parecía su español, porque los colombianos, sin afectación, usan todas las palabras de nuestro idioma y son maestros en el uso de figuras retóricas -”sin la muerte, Colombia no daría señales de vida”, le dijo a Beatriz, mi esposa, en Buenos Aires, cuando hablábamos de las guerrillas en su país-, R.H. me respondió: “qué otra cosa puedes esperar de un país cuyo himno nacional empieza con un hápax: ‘¡Oh gloria inmarcesible!’ ”. Fue la última vez que nos vimos, aunque cambiamos innumerables e-mails y llamadas telefónicas; R. H. Moreno Durán falleció de un cáncer feroz e inesperado dos años después. Continúa vivo en mis recuerdos, en un par de fotos y muchos de sus libros dedicados, el primero comprado en una librería de La Paz cuando nos conocimos, Como el halcón peregrino, “Para Danilo, cómplice en estos vuelos literarios”.
En estos momentos en que la pandemia se figura eterna, recuerdo viajes pasados y amigos distantes, también vuelvo a álbumes de fotos, entre otras, las dos que tengo con R.H. y lo mucho que me gustaría hablar con él en estos momentos -y con toda certeza leer sus escritos-. También, rubrica este recuerdo de él y sus enseñanzas, la certeza de que lo único inmarcesible y eternamente lozano, es la muerte.
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