En el libro octavo de la Odisea, leemos que los dioses tejen desdichas a los humanos para que a las futuras generaciones no les falte qué cantar, o narrar, que es lo mismo. Con La Ilíada y Odisea comienza la literatura y las variantes temáticas posibles -una serie de tragedias griegas están vinculadas con el ciclo de Homero-, los griegos, con su mitología y dramaturgia, empadronaron todas las grandezas, vicios, felonías, lealtades, traiciones y miserias posibles; luego, las instituciones oficializaron el destierro, el asesinato político, la xenofobia y la catalogación de ciudadanos de primera y segunda clase.
Así, no es errado conjeturar que el origen de la narrativa, como el de la vida, está en el mar; los griegos, pueblo de navegantes, crearon la primera talasocracia de la humanidad y La Ilíada nos narra el conflicto entre aqueos y troyanos, prácticamente compatriotas, que adoraban a los mismos dioses y hablaban el mismo idioma; sólo que los segundos dominaban el acceso al estrecho de Dardanelos, el primer paso rumbo al mar Negro, y cobraban suculentos peajes y portazgos, que los primeros no estaban dispuestos a pagar. La historia, con escasas variantes, se repetirá, en la misma geografía, durante 28 siglos; entre otras consecuencias, el punto neurálgico de Troya fue motivo de conflicto para la Guerra de Crimea (1853-1856) -responsable de los nombres Boulevard de Sebastopol y el Pont de l’ Alma, en París- y la batalla de Gallipoli (1915, Çanakkale para los otomanos, ganadores de la contienda), resultas de la cual surgió el estado turco moderno.
Desde adolescente me fascinaron barcos y aviones, aunque conozco tres excelente novelas relacionadas con los últimos: Pylon, de William Faulkner; El amante de la guerra de John Hersey, y Trampa 22 de Joseph Heller; la última tiene una irónica reflexión, válida en muchos contextos, que da origen al título, y que es la valla insuperable para que el protagonista, Yossarian, evite ir a combate. La reflexión es el artículo 22 del reglamento de la Fuerza Aérea, palabras más, palabras menos: “Todo aquel que está loco puede pedir que lo eximan de ir a combate, pero si pide que lo eximan de ir a combate no está loco”.
Esta diferencia tiene una posible explicación: la navegación marítima tiene treinta siglos de historia sobre su cubierta, frente a los cien años de la aérea en su cabina, pero no es razón suficiente; en los prolongados viajes en barco, atmósferas cerradas, son un ámbito que potencia el desarrollo de conflictos humanos. El viaje por mar es propicio para novelas de iniciación (bildungsroman), donde el protagonista cumple con el rito de pasaje de niño a adulto; tan claro como el que vive el joven Jim Hawkins en La isla del tesoro. Estos cuatro meses de cuarentena se me asemejan a una embarcación en el medio del mar.
Así, navego por estantes en busca de referencias, o singladuras, porque ya tengo el puerto de partida: Dos años al pie del mástil (Two Years Before the Mast), de Richard Henry Dana, publicada en 1840, una narración naval fundante del género; escrita por un joven estudiante y aristócrata bostoniano (Boston Brahmin), que zarpó de Boston, rumbo a California vía cabo de Hornos, buscando reponerse de una larga enfermedad. Regresó dos años después, hecho un coriáceo y robusto hombre de mar “pelo largo y la cara tostada como un indio”, para recibirse de abogado en Harvard, especializarse en derecho marítimo y ser uno de los padres de esta especialidad. Recuerdo particularmente esta novela por mi dificultad para leerla en inglés, que me llevó a postergar la lectura hasta conseguir una traducción -excelente-, que a su vez exigió leerla con la bitácora de un diccionario de términos náuticos; y esto a causa de pasajes próximos al gíglico de Cortázar, tipo: “Cruzamos a la vez las vergas de sobrejuanete, largamos los sobrejuanetes y sosobres, zallamos los botalones cuando tuvimos viento largo, y trepó todo el mundo a la jarcia”. Lo curioso es que, pese al lenguaje técnico que la atraviesa, la novela -en realidad la recreación de su diario personal durante los dos años de esa experiencia, 1834-1836- fue un éxito de ventas que agotó innumerables ediciones, sin contar –ya que hablo de novelas de mar–, las ediciones piratas. Cuando Dana, ya abogado y escritor famoso, volvió a California en 1869 para presentar la edición definitiva de su libro, y hacer lecturas, ocurrió algo sorprendente. Según cuenta Dana en sus memorias, se encontró con que el público femenino había sido uno de los más fieles lectores y, libro en mano a la salida de las conferencias, junto con el pedido de autógrafo comentaban pasajes de la novela. Hasta tal punto la terminología náutica formaba parte del vocabulario cotidiano en aquellas épocas.
Sin Dos años al pie del mástil, otras habría sido las inflexiones de Moby Dick y Benito Cereno, ya que Melville dijo que en sus novelas de mar “se escuchan los tonos de la voz de Dana desde el castillo de proa” (the tones of Dana’s voice from the forecastle) y, también, todas las novelas que siguieron. Ahora atraco en el muelle de El lobo de mar de Jack London, donde el urbano escritor Humphrey van Weyden, lector de Nietzsche y a Schopenhauer, está pasando por el mismo proceso de Nick Adams en “El gran río de los dos corazones” de Hemingway: se ha bloqueado en su escritura. Humphrey vive una larga temporada a bordo del Fantasma, la goleta capitaneada por el bestial Lobo Larsen, donde transita el mismo rito de pasaje de Jim Hawkins o Dana, con un pequeño matiz que lo diferencia.
Sigo la singladura por estantes y recuerdo que en la biblioteca de clásicos griegos hay un volumen imprescindible como carta de marear literaria, recalo y echo anclas en Relatos de viaje en la literatura griega antigua, recorro el índice en busca de referencias: una antología que rescata una decena de periplos, que nos llevan desde el Mediterráneo, a las costas de Nigeria, el Mar Rojo, Golfo Arábigo hasta las costas de la India.
Hay un verbo de origen estadounidense, hoy en desuso, que surgió de las olas: shanghai, como el puerto de China. El diccionario American Heritage, define shanghai: “to enroll or obtain -a sailor- for the crew of a ship by unescrupolous means, as by force or the use of liquor of drugs” (enrolar u obtener –un marinero–, por medios inescrupulosos, como ser la fuerza o el uso de alcohol o drogas).
En El lobo de mar, Humphrey van Weyden, no se enrola voluntariamente en el Fantasma, es alistado a la fuerza (shanghaied) por Lobo Larsen, esa es la gran diferencia como novela de mar con el resto de sus pares.
Como Humphrey van Weyden, también yo, en estas singladuras literarias, he sido shanghaied por viejas y remozadas lecturas.
|