Hace cinco años compré la edición de Jorge Luis Borges Obras completas, en tres volúmenes y anotada. Un par de semanas atrás resolví pasar marcas y notas de la vieja edición a la actual y, de “Pierre Menard autor del Quijote”, rescaté un subrayado: “censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica”, fue leer un mensaje que había dejado para recordarme, en alguna futura visita a este relato, de la prudencia a la hora de emitir algún juicio literario.
Escribo estas líneas y veo emparentada esta reflexión con el “Respice post te! Hominem te esse memento!” que el siervo, encargado de llevar la corona de laureles sobre la cabeza del general romano, cuando desfilaba celebrando su triunfo, repetía para advertirle que no cabalgara en la soberbia y se creyese un dios omnipotente a la hora de tomar acciones futuras; consejo adecuado para aquellos críticos literarios que confunden el oficio con “El arte de injuriar”.
En De lecturas y lápices hablé del cuidado a la hora de tapizar un libro con anotaciones, uso un portaminas Faber-Castell 0.7; minas 2B, fáciles de borrar y no leo un libro sin él, y una goma de borrar. Rito ceremonial -para otros, manía- que me sensibiliza frente a libros subrayados con tinta o bolígrafo, cuando no con marcadores fluorescentes y me pregunto en qué circulo del infierno los habría colocado Dante.
Un lugar común en novelas y películas de espionaje de la Segunda Guerra Mundial, son los mensajes en clave cuyo descifrado depende de un libro de una edición particular, que permite leer el mensaje encriptado y ofrecerá “el nombre que es la clave”. Los que transitamos por el mundo de ediciones agotadas, y obras de segunda mano, hemos encontrado estas anotaciones insospechadas -empezando por las dedicatorias- que permiten, de alguna manera, ser agentes de contraespionaje y tratar de descifrar mensajes -ya que no del enemigo, de un desconocido propietario anterior-. No recuerdo en qué libro de segunda mano encontré un boleto de ómnibus de la línea 29 que hice plastificar y uso de marcador, porque es capicúa, número 66166; capicúa, palabra referida con frecuencia en los números de boletos de ómnibus, en nuestros días –¡ay!–, exterminados del ecosistema del transporte público por nuevas especies invasoras, los medios de pagos electrónicos; una leyenda urbana le asignaba a esos boletos el valor de talismanes de buena suerte, por lo cual eran frecuentes en la cartera de la dama y en la billetera del caballero.
Veo el boleto y caigo en la cuenta de que en realidad son dos: el 66166 y el 66167. Deduzco que quien los pagó iría acompañado, ya que abonó dos pasajes que le fueron entregados juntos -¿un caballero y una dama?-, además el 66166 es doble capicúa, visto al revés es 99199; le doy otras lecturas al boleto, la línea 29 circulado de Plaza Italia a San Telmo y tiene una parada a un par de cuadras de los negocios de anticuarios vendedores de libros. Trato de recordar lo que he traído de ese paraíso de papel impreso y en cuál puede haber estado el amuleto: ¿Bolsilibros Bruguera?, ¿las Obras completas de Maupassant?, ¿Memorias de Casanova?, ¿La Eva futura?, ¿The Godfather?
Tengo fechados dos momentos de encuentros con mensajes ocultos en libros usados. El primero, en diciembre de 2015 cuando O.L. un amigo librero me consiguió la figurita difícil, una obra que conocía por citas y referencias pero no había podido conseguir: Estrategia. La aproximación indirecta, de B. H. Liddell Hart; fue un Reencuentro un libro que nunca leí y que, en la primera página, tenía subrayada una cita de Liddell Hart: " ‘Los necios dicen que aprenden a fuerza de experiencia; yo prefiero aprovechar la experiencia de los demás’. Este citado dicho de Bismark..."; el pasaje señalado era como una brújula, indicaba el rumbo de la esencia de un libro, aprender de la experiencia ajena.
Mi último hallazgo fue el miércoles 12 de febrero 2020, durante meses busqué una biografía de Robert Capa, agotada, por internet; compré el libro y lo pagué, demoró más de lo previsto y consulté por correo electrónico, me respondieron que estaba varado en Jamaica y que demoraría un par de semanas en llegar, ofrecieron devolverme el importe. Respondí que esperaba; sin embargo, dos días después me reintegraron el pago. Desesperado pensé en molestar a una amiga en Nueva Orleans para ver si tenía suerte; pero, el sábado 8 lo encontré de casualidad por internet, un vendedor de capital tenía un ejemplar. Lo compré y el miércoles lo pasé a buscar por el correo. Sentado en la sala de espera, abrí el paquete y (h)ojeé el libro; está impecable.
En la primera página debajo del título una anotación en lápiz “buen relato, buenos detalles, eso sí ¡¡NOSTALGIAS!!”. Lo inspeccioné morosamente hasta el final, en la página 185 otro subrayado -en realidad un circulado-: “John Justin, half-Argentinan actor”, y un detalle adicional, un ticket del restaurant Ostería del Circo en Nueva York, fechado 14 de abril 2001 a las 9,30 PM. En casa, busqué en Google Maps, el restaurant -según Google Maps, “cerrado permanentemente”- quedaba a dos cuadras del MoMA. Los detalles del ticket revelan que la cena fue de nueve personas -los últimos ítems son 7 espressos, un café y un capucino-; el total del consumo fue de 500.96 dólares e incluía, un vino carísimo, agua mineral francesa, ostras y tres milanesas -milanga con fritas plato argento por excelencia, además la hora de la cena, 21:30 no es horario de gringos-; como en el caso del boleto capicúa, deduzco que quien guardó el ticket en el libro fue quien pagó. El detalle adicional de la dirección de Ostería del Circo, me hizo mirar cuidadosamente el libro, en el borde inferior izquierdo de la contratapa un sticker con su código de barras y el logo del MoMa con su valor, 14 dólares.
El anterior propietario revela al menos dos cosas: una persona refinada que visita un santuario de Nueva York -meca del arte contemporáneo- con un grupo de amigos; la segunda, es conocedor de la fotografía y su historia; el libro es para personas que saben de fotoperiodismo y lenguaje fotográfico. Además está la acertada síntesis de la biografía en la primera página; si hay un rasgo del autor es la pátina de nostalgia que tiene de los años en que Robert Capa fue protagonista y documentalista de la historia mundial desde los ’30 del siglo pasado hasta fines de la Guerra Fría -años en que el MoMA pasó a ser el referente del arte contemporáneo y, además, lugar de lanzamiento de la Agencia Magnum, de la cual Robert Capa fue uno de los fundadores y alma mater-. Indudablemente el propietario o propietaria -me inclino por la primera posibilidad, Robert Capa era un macho alfa y de ADN mujeriego, lo cual lo transforma, a valores de este siglo en un personaje “políticamente incorrecto”; no imagino a una mujer comprando ese libro; me retracto podría ser, con cierto anacronismo, Victoria Ocampo- era una persona que, además de tener formación estética e histórica tenía muy buen pasar.
Una última pregunta, no tendrá respuesta para mí. Un libro cuidado, leído con cariño y ojo crítico, ¿por qué terminó en un vendedor de segunda mano?
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