Ayer sábado terminé Las suplicantes de Eurípides y, para mi sorpresa, el drama me gustó menos que la primera vez que la leí; ahora me resultó tediosa, aunque me dejó una sorpresa. Nunca te bañarás dos veces en el mismo río ni leerás dos veces el mismo libro.
Uno de los aspectos enriquecedores de volver sobre textos transitados -en esta tragedia, hace más de dos lustros-, es percibir cómo, con nuevas capas geológicas de lecturas y acontecimientos históricos, el contenido y mensaje es otro. En Las suplicantes, las cincuenta hijas de Danao -las Danaides-, para evitar matrimonios forzados -violencia de género avant la lettre- huyen de Egipto y llegan a Argos donde piden asilo al rey Pelasgo, y éste lo termina concediendo.
La angustia de las Danaides que buscan asilo en otro país, hoy remozada, es otra pandemia, sumada a la del COVID-19. El drama fue una suerte de anticipación de circunstancias que, veintiséis siglos después, tendría caracteres de globalización, en movimientos y cantidad de desplazados. Actualmente no son cincuenta sino millones los que, desde África profunda, Asia, Oriente Medio y Lejano, buscan cruzar al otro lado del Mediterráneo en busca de asilo.
Los inmigrantes y el pedido de asilo es una realidad contundente; situación que, desde finales de la Primera Guerra Mundial hasta finales de la Guerra Fría, fue endémica y acabó extinguiéndose a finales de los ‘60. Pero, a partir de la guerra en los Balcanes, y los genocidios que se sucedieron, volvió la necesidad de emigrar en busca de paz y seguridad. Por el frente africano, Europa “solucionó” -suerte de “solución final”, cara a los nazis- el “problema” con la asistencia del dictador libio Muhamad Gadafi a quien toleró, en parte por el petróleo, en parte porque reprimió de manera salvaje todo intento de emigración hacia las otras costas del Mediterráneo. Muerto Gadafi no hubo manera de poner dique a la avalancha inmigratoria. Surgió un nuevo concepto de frontera: “las fronteras exteriores” (Frontex), con el cual Europa extiende sus límites virtuales hasta el corazón de África.
América, durante casi cien años, desde mediados del siglo XIX hasta mediados del XX, recibió inmigrantes movilizados por distintas razones: hambre, persecuciones, políticas o raciales, y guerras. Al principio, estos flujos fueron bienvenidos por la necesidad de las jóvenes naciones de habitar territorios desocupados y potencialmente productivos. Pero, en los últimos treinta años, la tendencia se ha revertido, ahora son los habitantes del sur del Río Bravo quienes buscan cruzarlo o saltar el océano rumbo a Europa. En este último caso, muchos de los emigrantes hacen el recorrido inverso al que hicieron sus padres, o abuelos o bisabuelos. La historia ahora se repite y no como farsa sino como tragedia: México pone trabas a las personas que, desde Guatemala, quieren entrar en su territorio. No todos vienen desde el sur del continente, muchos llegan de Asia y África para ingresar, en territorio mexicano, camino a la otra orilla del Río Bravo, donde tampoco son bienvenidos. La situación de los haitianos es macabra, donde sean capturados son devueltos a su isla. En Chile y Perú ya hay brotes de xenofobia contra cualquier tipo de inmigración no autorizada.
Las fronteras del este de Europa se han forestado con bosques de alambradas, y barreras de control, infranqueables hasta para emigrantes en tránsito a países donde recibirán asilo y que, por carecer de recursos económicos o restricciones en los vuelos por la pandemia, no pueden intentar llegar en avión y emprenden el camino a pie. En América y Europa, los focos de solidaridad de la población con los transeúntes son extirpados por orden de los gobernantes.
Por su lado, el Mediterráneo conoce, desde los orígenes de la literatura, sobre el deseo de volver a casa, y de exilios; en el primer caso tenemos a Ulises y, siglos antes, a Jasón y sus compañeros; el poeta Ovidio, muerto en el exilio, nos dejó, en Cartas de las heroínas, su versión de Penélope esperando al marido ausente. En el segundo caso, Eneas y su hijo, huyeron de Troya luego de su caída; tras una escala en Cartago llegan a Sicilia y desde allí a la península. Ahora no es tan fácil y mucho menos literario, gran parte de quienes intentan el cruce termina en el fondo del mar; aunque siempre con la mira en el punto de llegada a Europa del héroe troyano y padre literario de la historia fundacional de Roma: Sicilia.
Vuelvo a Las suplicantes y Eneida, y acude mi percepción del actual drama, tan pequeña y miserable como contundente. Una foto que hice en Sicilia hace tres años, en la Cattedrale di San Nicolò, en Noto, municipio situado a media hora de tren de Siracusa, extremo meridional de la isla y el más próximo de Italia al continente Africano. En el vestíbulo, delante de una columna, una cruz sin Cristo, locuaz en su despojo, obra del escultor Elia Li Gioli.
“Despojo” es literal y un oxímoron, un fúnebre pero colorido ensamblado de maderos de color rojo y azul, sobre un armazón de hierro; son restos de una embarcación encallada en la costa. Ahora el despojo es locuaz, nada se supo de sus ocupantes.
La súplica de las Danaides fue aceptada, ellas encontraron un nuevo hogar, otra oikos (casa) segura; una nueva patria. Una locución latina recuerda esta peregrinación: Ubi bene ibi patria (donde se está bien, allí está la patria); necesidad -mejor derecho- que hoy se le niega a los exiliados.
Exilio viene del latín exsilium (destierro), la etimología anticipa otras tragedias, comunes, a todos los que hoy, infructuosamente, buscan refugio en otros países.
Esta obra está bajo una
Licencia Creative Commons Atribución – No Comercial – Sin Obra Derivada 4.0 Internacional.