El sábado a mediodía no teníamos clara la deriva del fin de semana, salvo dos placenteras rutinas; la primera: pasar por el Video Club a retirar la segunda película de la saga de James Bond, soy chapado a la antigua -para decirlo en términos menos prosaicos du temps jadis- y, apegado a otros hábitos, prefiero la seguridad de un club de video y no abonar un sistema por cable, máxime teniendo uno de los pocos supérstites cerca, donde hay maravillas filmadas en la década del ’30 del siglo pasado, como Los 39 escalones o La gran Ilusión, o la madre -y copiada infinidad de veces- de todas las películas de robo de joyas custodiadas por métodos electrónicos, Topkapi.
La segunda rutina fue exitosa a medias, en la Feria de la Ciudad de plaza Armenia, no habían bananas ni berro, pero me fui con otra sorpresa de los tiempos de antaño, al decir de François Villon en su Ballade du temps jadis; cuando pedí al verdulero 300 gramos de frutillas grandes separó una cantidad en una bolsa de plástico y se dirigió a la balanza, pensé: “como estaba tan seguro de la cantidad pedida”, y pregunté; encontré bananas en una verdulería camino a casa. En el regreso volví a la respuesta del verdulero: “tengo una balanza en la mano, amigo”, eran 308 gramos; retrocedí a otras épocas, no tan distantes como las de Villon, cuando, en las oficinas de correos, el encargado de atender tanteaba la carta, separaba las estampillas para el franqueo y recién la echaba en el pesacartas, nunca se equivocaba en la cantidad de estampillas; otro que tenía una balanza en la mano.
La tarde soleada invitaba a una larga caminata, acomodé las compras y resolvimos ir hasta el Jardín Japonés, llevé una cámara fotográfica.
En el camino optamos por Plaza Alemania, nada que valiera la pena alguna foto; cuando llegamos, Beatriz optó por una siesta cara al sol, me quité el saco, acomodé en la baranda semicircular y respaldé; unos metros a nuestra derecha un señor con el torso desnudo toma sol recostado boca arriba mientras hablaba por el celular; al frente una nena abre un bolso saca un par de patines de los de antes, de cuatro ruedas en tándem, se quita las zapatillas, se los coloca, y ata cuidadosamente los cordones de las botas. Sin mirarla, la mamá atiende la pantalla del celular; a mi izquierda una profesora de danza, de pie sobre el último peldaño de la escalinata de acceso a la baranda semicircular marca los pasos de una sesión de baile, una columna no deja ver a los alumnos, sólo un par de brazos femeninos muy bronceados que acompañan el ritmo de la profesora. A mis espaldas un profesor habla con un grupo de alumnos mientras indica algo en un pequeño pizarrón. Mi espíritu fisgón está a sus anchas con ese panorama de visión de 360 grados, como las moscas.
Luego que se colocó los patines la nena vio que no podía bajar las escaleras hasta el playón para ir a patinar, la madre, con el celular en la mano, ofreció ayuda, la nena no se atrevió, se sacó los patines y bajó las escalinatas hasta el playón, se los volvió a colocar. El señor a la derecha ahora está boca abajo y continúa hablando, la mamá volvió a la pantalla, de un bolso saca un tubo de chips de papa y una botella de agua, sin dejar su actividad, tantea el tubo, saca unos chips y bebe un sorbo de agua; de cuando en cuando, levanta la vista para ver a la hija, vuelve a la pantalla, los chips y el agua. La nena parada muy erguida y con los brazos abiertos como un equilibrista, da sus primeros pasos. Hace añares era bastante bueno con patines, pero in line, tendría que inclinar el cuerpo hacia adelante y flexionar las piernas, pienso si bajar a darle algunas instrucciones; con el asunto de la pedofilia, ni hablar. Simulo estirar las piernas me levanto y camino hacia la izquierda para ver la continuación de los brazos femeninos muy bronceados. Vuelvo a mi lugar, miro la hora, poco más de 20 minutos al sol despierto a Beatriz, tomo el saco y emprendemos el regreso. En una pared una pintada con esténcil vale la foto “Comer carne contribuye al genocidio animal, hágase vegano”; siempre me pregunté por qué los veganos, si toman leche vegana, comen milanesas, morcillas, chorizos y hamburguesas veganas, no les dan otro nombre a sus creaciones culinarias; cultura de la sustitución en un mundo de gustos virtuales. Pasado el Museo Evita, en un supermercado, hay berro.
En el regreso, comentamos con Beatriz un delicioso artículo de Francisco Rico que compartí por las redes sociales, “Leyendo bien o mal los clásicos”, un elogio a las ediciones anotadas, tema que me apasiona -¿cómo comprender las novelas de Ian Fleming sin estar en los pormenores de la guerra fría?-; hace un par de años, cuando di un curso en una maestría de escritura creativa en la Universidad de los Andes, vi que ningún alumno comprendió el cuento “Esa mujer” de Rodolfo Walsh, les expliqué las derivas en torno del cadáver de Eva Perón, que en Colombia los jóvenes de su generación ignoraban, y les pedí que lo volvieran a leer; lo comprendieron.
Al regreso, tomé la edición anotada de Rico de Don Quijote y la llevé al estante de las lecturas inmediatas, mi plan era empezar con ella en marzo, uno propone y las lecturas disponen. Esta noche veremos Desde Rusia con amor, y pienso en otra película que podemos volver a ver porque la tienen en el Video Club: Los sospechosos de siempre, en ella está mi villano favorito del cine, Keyser Söze, el personaje ficticio que Verbal le inventa al detective que lo interroga, armando la historia con fragmentos de fotos y objetos que ve en la pieza.
Hago un balance de la jornada, un agradable regreso a viejas experiencias, y películas, desgranadas como las cuentas de un rosario entre los dedos, que ya son distintas porque cada día deja otra enseñanza, que el paso de los años va puliendo como cantos rodados. De los años viviendo en Brasil traje un proverbio delicioso y veo el hilo, no del rosario, sino de la columna de mañana: “Muriendo estaba la vieja y todavía estaba aprendiendo” (Morrendo estava a velha e ainda estava aprendendo).
Esta obra está bajo una
Licencia Creative Commons Atribución – No Comercial – Sin Obra Derivada 4.0 Internacional.